Experiencia nómada

Por Aníbal Fernando Bonilla

Cuando se traspasan las fronteras de alguna manera, las visiones, percepciones y hábitos de los viajeros(as) se modifican y ensanchan a partir de la interpretación vivencial. Es un ejercicio placentero que nos conduce al conocimiento y reconocimiento de la otredad. Y al descubrimiento de latitudes distintas. A partir del contacto externo, las ciudades se vuelven cercanas, aunque el desplazamiento sea por un lapso corto.

Sobre la visita esporádica a las principales urbes —si cabe tamaña expresión— de nuestra América, trata el texto Cómo viajar sin ver (Alfaguara, España, 2010), de Andrés Neuman (Argentina, 1977); bitácora en la cual se recogen hechos, vicisitudes, episodios, instantáneas de un intenso itinerario que efectuó el autor a propósito de la obtención de un premio literario y su correspondiente difusión. “Solo quería escribir de lo que mirase, escuchase, comprendiese o malinterpretase mientras atravesaba ese laberinto denominado Latinoamérica”, explica.

Experiencias de un atento observador que bifurca su gesta creativa con el rastro geográfico tan disímil en la era globalizante. Una aproximación periodística exquisita en donde la crónica se confunde con otros géneros, ratificando la nueva oleada que pervive en este noble oficio en los actuales tiempos. Libro nómada elaborado entre aeropuertos, hoteles, restaurantes, plazas, iglesias, mercados, vehículos de alquiler. Hibridez zigzagueante de información sucinta, satírica reflexión sobre la política alimentada por sus contradicciones, y elocuencia retórica que no elude la problemática social.    

En las páginas de Cómo viajar sin ver sobresalen obras referenciales de escritores contemporáneos y destellos poéticos propios y ajenos, como el de la costarricense Ana Istarú: “Hay algo, alguno, alguien, como un rumor que emerge (…). / Escucha: hay una mano diminuta: está escribiendo / ese signo inicial de su relato”, o como el del chileno Francisco Véjar: “La ruina, tan profunda / que ni siquiera el tiempo nos puede destruir”.

Hay aliento melancólico por la diáspora, entre la múltiple topografía y multiplicidad identitaria: “Al viajar a determinados lugares, nos desplazamos hacia delante con el cuerpo y hacia atrás con la memoria. Entonces avanzamos hacia algún pasado”. Asimismo, en otro pasaje se lee: “Hacer maletas nos obliga a suspender el pasado. El tiempo resbala por la piel del viajero. Para el sedentario, en cambio, el tiempo pasa lento y deja huella. La quietud es el motor del recuerdo. La nostalgia recae en quien se queda”.

Es más que un anecdotario; un testimonio que nos acerca a historias comunes, también a impresiones diversas originadas en Buenos Aires, Montevideo, Santiago, La Paz, Caracas, Bogotá, Asunción, México DF, Tegucigalpa, Miami, Santo Domingo…, desde luego, la mitad del mundo se incluye en dicho circuito: “Ecuador es un país que madruga mucho y, sin embargo, sigue esperando amanecer”. O esta otra aguda apreciación de las letras en suelo ecuatorial: “Se me ocurre que la ecuatoriana es una literatura dragón. Que lleva años, décadas, siglos conteniendo el aliento. Un aliento incendiario por tanta espera. Capaz de prender fuego a cualquier cosa. Harto de estar volcado dentro de sí mismo. Una literatura hecha volcán”.

Roberto Bolaño ya lo advirtió: “Tocado por la gracia. La literatura del siglo XXI pertenecerá a Neuman y a unos pocos de sus hermanos de sangre”. Neuman, el peregrino, comparte en la coyuntura la verdad de nuestros pueblos, mejor dicho, su verdad, con lucidez total. Buen viaje.

 

 

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