Por Kenia Salas Pelaez
Emily Dickinson se extiende más allá de lo decible; por eso es posible Viciarse de su Rocío, sentirlo más que entenderlo. Como bien señala Virginia Woolf sobre la poesía de Emily Brontë —y que aquí recupero para hablar de Dickinson—: “es más bien asombroso que pueda llegar a hacernos sentir lo que no era capaz de decir […] fue capaz de liberar la vida” (2007, p. 82). Emily Dickinson excede el logos y, con absoluta libertad, crea su propio mundo, su propio universo simbólico, para arroparnos con él. Porque, vaya que nos habla directamente. Aunque en vida no buscó multitudes lectoras, lo cierto es que Susan Huntington Gilbert –su amada– representa a todas y cada una de las mujeres que hoy la leemos. Nosotras tomamos forma en esa figura lectora en femenino: la lectora principal de su obra. Así, la presencia de la lectora femenina se vuelve imprescindible, como lo fue Susan, porque el mundo simbólico de Emily siempre ha deseado revelarse a ella, a nosotras. Pero no con el lenguaje del hombre, sino con la lengua materna. Por eso no dudo que su obra sea un enigma para la razón masculina, que se sostiene en interrogantes y desconfía del misterio.
Dicha necesidad de una lectora, de una interlocutora —o, mejor dicho, de una relación— surge porque la escritura de Emily no está fuera de la vida. A diferencia de cómo suelen presentarse los llamados genios creativos —hombres solitarios, para quienes el vínculo estorba, asfixia, y por eso buscan el mutismo—, Emily escribe desde la cercanía. Es decir: escribe en relación. Y me permito decir que el mutismo no es lo mismo que el silencio. En el silencio habita la vida: ese movimiento sutil, ese sonido leve, como el canto de las aves o el susurro del viento al agitar las hojas, “no es ausencia” decía la poeta lesbiana Adrienne Rich en su poema Cartografías del silencio:
El silencio puede ser un plan
rigurosamente ejecutadoel plan de acción para una vida
Es una presencia
tiene una historia una formaNo debe ser confundido
con ninguna clase de ausencia
El mutismo, en cambio, clausura. Este modo de escribir, de vincularse, se distingue profundamente de la escritura masculina. Como señala Carla Lonzi: “yo encuentro abstracto, es decir, no verdadero, irreal, todo ese constituirse de la personalidad masculina como un producir a partir de sí… existe siempre una relación, un diálogo” (1989, p. 45). Porque la escritura que se gesta en la unión no es un monólogo ni una línea recta. Es imposible imaginarla de esa manera cuando una toma una aguja e hilos para crear sus propios tejidos.
Emily escribe para un nosotras, por supuesto, en lengua materna. Como señala Luisa Muraro, “la lengua materna es capaz de hacer coincidir palabra y realidad”; una lengua cuyo origen está, siempre, en un cuerpo femenino. Por eso, su escritura es alegoría y no discurso: es poesía femenina. Porque, como afirma María Zambrano (1993), la poesía es un encuentro. Es la cercanía de dos, y en mi caso, ese encuentro con Ella ocurre a través de la lectura. Es una práctica de escritura y lectura que resplandece en femenino, pues la alegoría “no enriquece el significado de nuestra experiencia […] Esconde, haciendo así de lo visible el velo y la figura de lo invisible. O sea que convierte el significado literal en escondite de otra cosa. Y así hace que lo captemos” (Muraro, 1998, p. 22). Pero, además, como también afirma Zambrano, la poesía —y yo agregaría: la poesía de las mujeres— toca “una verdad más allá de la filosofía, una verdad que solamente podía ser revelada por la belleza poética; una verdad que no puede ser demostrada, sino sólo sugerida por ese más que expande el misterio de la belleza sobre las razones” (1993, p. 19). En este sentido, es poesía de la experiencia, porque no se delimita mediante precisiones, hechos, minucias ni antinomias. No es querella ni se construye desde el desprendimiento o bien objetividad; al contrario, se arraiga en lo vivo, en lo que vibra y se ofrece sin necesidad de explicación.
La poesía de la experiencia, recuperando nuevamente a Zambrano, busca una conexión con la vida desde lo profundo. Se le presenta a la escritora ante sus ojos, oídos y tacto; “tiene lo que miraba y escuchaba, lo que tocaba, pero también lo que aparecía en sus sueños, y sus propios fantasmas interiores, mezclados de tal forma con los otros —con los que vagaban fuera— que juntos formaban un mundo abierto donde todo era posible” (1993, p. 18). De esta manera, la poesía de la experiencia es, en esencia, femenina; es de las mujeres y le habla a las mujeres. Es una poesía que no separa lo interno de lo externo, lo vivido de lo soñado. Todo confluye, todo se entrelaza: cuerpo, deseo, relación, vida, muerte, misterio. Y desde ahí —desde ese mundo abierto— se vuelve posible otra verdad: la de nuestra experiencia contingente, la diferencia sexual.
Tal vez este sea el punto que más me conmueve, pues me orienta hacia una grandeza indescifrable, pero a la vez descriptible, como dice María Milagros Rivera (2020) sobre la mística; le da sentido a mi vida. No es algo menor, ¡es todo! Porque colma, es puro éxtasis. Nos presenta la libertad para decir, para movernos, aunque, por ejemplo, Emily rara vez salía de su habitación. Sin embargo, es palpable un gran movimiento interior, embargado por la creatividad que solo se suscita en el placer. En este sentido, Luisa Muraro señala que las beguinas de la Edad Media escribieron y practicaron «un descubrimiento hacia la libertad, el cual hablaba de una libertad y de una felicidad de otro mundo, pero practicable en este. Lo que quiere decir: una libertad mezclada con el dolor y la no libertad, una mezcla que requería una dosis cuidadosa, practicada y enseñada por algunas de estas mujeres como auténticas maestras» (2006, p. 29). Así, nosotras, lectoras, contemplamos cómo nuestro mundo interior, esa marea de entrañas, ese misterio, no se encuentra afuera; está dentro de nosotras, a la par de que nos rodea y envuelve (Zambrano, 2012).
Nacida de su experiencia y de su movimiento interior, Emily nos escribe con dignidad y lucidez, revelándonos también sus vivencias más terribles, como el incesto sufrido por su hermano y su padre. Sin recurrir a la gramática monstruosa que expone la miseria de los hombres, ella escribe desde una honda experiencia de dolor y aliciente. Así, Emily no se queda anclada en esos eventos, sino que se eleva ante ellos. Por ello, su escritura nunca es superficial: no habita la mentira, sino que se muestra en su totalidad, como en su poema 423:
La Noche del primer Día había llegado –
Y agradecida de que algo
Tan terrible – había sido soportado –
Le dije a mi Alma que cantara –
Ella dijo que tenía las cuerdas rotas –
El Arco – reventado en átomos –
Así que repararla – me dio trabajo
Hasta otra Mañana –
Y entonces – un Día tan enorme
Como Ayeres por pares,
Desenrolló su horror en mi cara –
Hasta taponarme los ojos –
Mi Cerebro – empezó a reírse –
Yo hablaba entre dientes – como una tonta –
Y aunque hace ya Años – de aquel Día –
Mi Cerebro sigue soltando risitas sofocadas – todavía.
Y Algo es extraño – dentro –
La persona que yo era –
Y Esta – no sienten lo mismo –
¿Podría ser Locura – esto?[1]
Desde otro lugar, también da cuenta de su placer clitórico, y esto último quiero remarcarlo. Un ejemplo claro de ello es la centralidad de su poesía, en la que construye alegorías sobre el profundo amor y el deseo que despertaba en su relación con Susan, abordando sus encuentros íntimos, el erotismo y su orgasmo. Y aunque su movimiento exterior haya sido escaso, lo que la coloca en una figura histórica marcada por la desdicha, atormentada por amores masculinos no correspondidos, pero no se puede pedir sentido y sentir a quien ya tiene muy fijas sus murallas, aunque se desplace por todo el mundo, como la mayoría de sus biógrafos que la pintan desde ese lugar chiquitito. Emily se reía. Viajaba dentro de sí misma, en su relación con Susan, en lo que leía, en sus pasiones, hacía travesías interiores por los países más sensuales, como aquellos que evoca la rosa –la vulva–. Se sumergía en el placer de amar a una mujer y ser correspondida. ¡Qué dicha! Qué amantes, ambas mujeres portadoras de una maravillosa grandeza, rodeadas por el infinito, creando vastos paisajes, invocando a la naturaleza para dar vida a toda clase de animales y plantas, pero, sobre todo flores –en alusión a la genealogía que ha utilizado la rosa para nombrar a la vulva (Rivera, 2020)–. Memoria de la carne, testigo de la rosa que apreciamos en su poema 207[2]:
Tomo un licor nunca destilado –
De Vasijas achicadas en Perla –
¡Ni todas las Bayas de Frankfurt
Darían semejante Alcohol!
Ebria de aire – estoy yo –
Y Viciada de Rocío –
Tambaleándome – por interminables días de verano –
Desde posadas de Azul fundido –
Cuando los “Dueños” echen a la Abeja borracha
De la puerta de la Dedalera –
Cuando las Mariposas – renuncien a sus “tragos” –
¡Yo beberé todavía más!
Hasta que los Serafines agiten sus Sombreros nevados –
Y los Santos – corran a las ventanas –
A ver a la Borrachita
¡Apoyada contra el – Sol – !
Es ese mundo interior del que habla también Virginia Woolf en Un cuarto propio (2003), es un mundo mediado siempre por otras mujeres. Virginia nos dice que nuestra habitación, nuestro interior, no debe quedar a merced del escrutinio de los hombres. Debemos ocultarlo de su juicio y de sus razones masculinas. Tal cualidad infinita permite que las mujeres podamos escribir sobre lo que queramos y sobre lo que deseamos. Porque en la mediación masculina se pierde el sentido, el sentir propio, no alimenta nuestro mundo interior, le estorba. Nos impide movernos sin obstáculos, con la infinita verdad de nuestra experiencia. Virginia era, pues, sabedora de que esa mediación masculina en nuestro mundo interior es infértil, trae desgracia y mucha; por eso nos instaba a tener cuidado con su fantasma: “¿No hay ningún hombre presente? ¿Me prometéis que detrás de aquella cortina roja no se esconde [un hombre]? Somos todas mujeres, ¿me lo aseguráis?”. Emily fue una gran maestra de la escritura femenina: escribió desde los pliegues más íntimos, desde los labios de la vulva, la clítoris, y allí nos halló. Fue, y sigue siendo, origen.
Texto escrito para Master de Duoda
Asignatura: La poesía de la experiencia según Emily Dickinson impartida por la Doctora Elena Álvarez Gallego.
Bibliografía
Woolf, Virginia (2007). Escritoras. Retratos de mujeres. España: El Baquero.
Woolf, Virginia (2033). Un cuarto propio. España: horas y HORAS.
Rivera, María Milagros (2020). El placer femenino es clitorico. Barcelona, España: Edición independiente.
Muraro, Luisa. “La alegoría de la lengua materna”. DUODA Revista de Estudios Feministas, 14 (1998).
Muraro, Luisa (2006). El Dios de las mujeres. España: horas y HORAS.
Lonzi, Carla. Vai pure. Dialogo con Pietro Consagra, Scritti di Rivolta femminile, Milán 1980, p. 45.
Zambrano, María. “Para una historia de la Piedad”. AURORA, 64 (2012).
Zambrano, María (1993). Filosofía y Poesía. México: Fondo de Cultura Económica.
Mañero, Ana y Milagros Rivera, María (2012). Emily Dickinson. Poemas 1-6000. Fue – culpa – del – Paraíso (Trad.). España: Sabina Editorial.
[1] Traducción de Ana Muñero y María Milagros Rivera
[2] Traducción de Ana Muñero y María Milagros Rivera