Por Aníbal Fernando Bonilla
Para Manuel Vázquez Montalbán, un novelista antes que ser de un país, pertenece a una ciudad: “Todo escritor escribe para orientarse a sí mismo y mucho más si la materia de su escritura es una ciudad”. Así como Leonardo Padura cree que la ciudad es “el mercado libre del que se nutre el almacén de memorias y de lugares simbólicos del escritor”.
Esto, a propósito de Donde el sol pierde su reino (Seix Barral, Colombia, 2022), de Adolfo Macías Huerta (Guayaquil, 1960), cuyo espacio vital es Quito, con sus amaneceres, bemoles y rincones noctámbulos. En sí, es la ciudad convertida en personaje que va de la mano de Carlos García, el otro personaje central, develado en carne y hueso. La geografía urbana se aprecia dinámica, en franco movimiento, discordia y contradicción. Con enorme fuerza rítmica, tal como Carlitos, por su innata condición de bailarín extraviado en los malabares del vicio y la incesante indagación identitaria, quien cae y se levanta dentro y fuera del escenario dancístico.
En esta novela (ajena a la moralina) calzan los temas de siempre, aunque con miradas seductoras, irreverentes y atrevidas: el amor, la soledad, los sueños, los fracasos, las migraciones, con énfasis recurrente en las adicciones. La articulación textual también se nota en la trama asumida con riqueza poética, en un viaje al ensueño, a lo ilusorio, de puntillas a lo ficcional, alcanzando el extremo alterado y/o violento de la pesadilla.
Un alto grado de desconcierto causa la enajenada actitud de la abuela del protagonista, autodenominada como La marquesa de Solanda, a la usanza de un linaje aristocrático fallido. Ella está convencida de la desaparición de su hija Eloísa (madre de Carlos, quien sufre los efectos del tráfico ilegal de personas), ante lo cual exige del Estado acciones que la devuelvan sana y salva. Alucina un complot orquestado por fuerzas extrañas (poderes fácticos), denunciando incansablemente en la Plaza Grande.
Los personajes complementarios de Donde el sol pierde su reino emergen de la existencia preconcebida, la eventualidad, la disonancia y la fría calle: desde el poeta amigo (Pedro Bautista), hasta la vendedora de drogas; todas y todos con un andamiaje de verosimilitud penetrante. Artistas, bohemios, borrachines (carismáticos y lúgubres) en el artilugio de los días (y, por supuesto, de las noches de bares y cantinas). El maestro Alejandro Puma, la Perla, la negra Luisa, Caballito, Aparicio, Mayer, Sebastián, el Capitán, el sargento Dávalos… Especial anotación merece Magdalena, de condición vulnerable y ojos tristes, sumergida en miedos y callada fragilidad, no obstante, es su sentimiento y tenacidad lo que permite que Carlos, su pareja, retorne del abismo toxicómano.
Así, en cuatro capítulos se cimenta una narrativa envolvente, con una automatización onírica fulgurante en “El muelle de las almas”: “La vida es una fábula y no nos queda más que vivirla hasta el final, darlo todo hasta encontrar la moraleja que nos toca” (p. 209).
Volviendo a la urbe, cabe conjeturar que la realidad quiteña se expande a una realidad global. Desde luego, con caracteres singulares como el sociolecto, costumbres y sentires que van de la memoria individual a la memoria colectiva. La espacialidad se describe en “la ciudad retumbante con sus motores [que] me succionaba como alma que el diablo lleva hacia un nuevo reducto” (pp. 127-128), que bien podría ser: La Mariscal, La Alameda, el puente del Guambra, la avenida Colón, La Marín, el barrio La Tola, la Benalcázar, la Guayaquil, el centro histórico.
La impresión lírica o “las oscuras y preñadas palabras del poema” (p. 27) destellan hasta el punto de transmutar en gemido corporal: “Esta poética del cuerpo soñante no puede ser fijada en una coreografía, sino tentada, producida bajo las condiciones del trance creativo desde el cual determinados parámetros estéticos o temáticos irán surgiendo sin plan premeditado a lo largo de las improvisaciones” (p. 297).
Al cierre de la obra, se supera —a brincos— la turbia resaca, con la consciencia que trae la imposibilidad de retroceder. Se enciende la luz del nido familiar. La sanación toca el alma para desenmascarar aquellos demonios internos que atormentan la convivencia del reino.