Foto tomada de theatredelacite.com
Desobedecer
Por Liliana Rojas[1]
Dos amigas mexicanas fueron al teatro en París para fortalecer sus lazos fraternos. Desobedecer. Así se llamaba la obra. Fortalecer los lazos fraternos como motivo válido para ir al teatro, como justificación. Porque en la cotidianidad la justificación es más importante que el sentido. Sin embargo, para qué iría uno al teatro si no va a ver algo que tenga sentido. Además la obra se llamaba Desobedecer, qué diablos.
En todo caso, qué menospreciado está el sentido en estos días. San Agustín dice que no sabría definir el tiempo, pero que sí sabe lo que es. Lo mismo aplica para el sentido. Si no le preguntan a uno, uno siempre sabe lo que es. Aunque el tiempo y el sentido no son la misma cosa. Qué coincidencia que los que juegan con la escena han mistificado las dos cosas, el sentido y el tiempo.
Porque el sentido no es un objeto transhistórico que existe de por sí. Qué bueno, muchas personas nacen sin él y serían, sin duda, víctimas de la eugenesia. Ojalá eso fuera una distopía lejana. No lo es, no se olvidan las víctimas del sentido unilateral y totalitario, bien peinado…
El sentido se construye, se crea, se esculpe, se manufactura. La actividad transformadora de la preferencia de uno puede verbalizar el sentido. Es una falacia decir que no todo lo que se hace sobre escena tiene que tener sentido. No es que «tenga» que tener sentido. Como si uno pusiera en pausa su existencia histórica para, ahora sí, despojar de sentido el momento. «¡Tengamos un momento puro! ¡Quitémosle el sentido!» El sentido no es el oxígeno o la luz solar aunque sí se encuentra maleable en las distancias entre los sujetos.
Como estas dos amigas mexicanas en París que fueron a ver Desobedecer al teatro, esa matriz cultural de élite. Una de las amigas esperó veinte minutos en la fila. [Es muy desagradable esperar solo en la fila de un teatro. Siempre llegan los creadores que se conocen entre ellos. Oh, vi a tu ex novio en Tinder. Oh, hoy hizo mucho calor. Sí, qué bonito día.] La otra llegó en el último minuto cuando la gente entraba a la sala. Entraron a la sala, bajaron las escaleras y se sentaron en la primera fila. Porque para qué quiere uno ir al teatro si no es para ver a los actores dándose en la madre, dejándolo todo. Respirando frente a uno, sudando, obliterando sus miedos, magnificando su humanidad inescondible.
La obra se llamaba Desobedecer. Désobeir. Se trataba de fragmentos de las historias de cuatro mujeres jóvenes que son la primera generación nacida en Francia de familias inmigradas. Hijas de marroquíes, senegaleses, sirios y turcos. Cuatro historias frente a los ojos y oídos de las amigas mexicanas que esa mañana se levantaron sin imaginar cuántos de sus prejuicios iban a desafiar.
Una chica musulmana decide tomar la vía de la radicalización islamista porque ha sido convocada por su amante vía facebook. Portar el velo se vuelve su acto militante. El tipo antes de desaparecer por completo de su vida, le dice que está orgulloso de ella.
Una mujer siria no puede dejar de bailar.
Otra chica habló de su blusa, o de lo que fuera. Lo olvidé porque no tenía sentido.
Una actriz gorda negra quiere actuar en una obra de Molière. Va a tener que adaptar el discurso del llamado clásico francés a uno más compatible con su ritmo. El ritmo es el sentido. Se trata de hacer concordancia. Al final no la aceptan en el elenco porque el director decide que no quiere emitir un discurso sobre la desaparición de fronteras raciales.
Dejemos de idealizar el teatro como el lugar de convivio y cultura. Hay actores grandiosos y es hermoso verlos. Hay historias que no pueden dejar de contarse de tan urgentes y brillantes, fascinantes. Hay magnificadores de tiempo, del cuerpo y el sentido. Es todo. El teatro no cura nada, no colma las fisuras sociales, no hace milagros. Aceptar eso nos libra de odiarlo cuando no tiene sentido para nosotros, cuando no nos interpela a gritos. Sí, debería hacerlo cada vez, pero las cosas no son así, prescritas. El teatro no es alguien, o algo. Es el punto de encuentro de los sujetos, de los que ponen en escena y de los que disfrutan ver a los actores con sonido o palabras que no son tan importantes como lo que hacen. El sentido no se prescribe, o se acepta, no se receta o se dicta, tampoco se discrimina diciendo «esto tiene sentido y esto no». El sentido somos nosotros. Las actrices y su ritmo, las dos amigas de la primera fila, esta primera persona. El teatro no es nada. No es el padre teatro que crea el sentido. Están los que ven y los que hacen, vemos y hacemos, por turnos.
Las dos amigas mexicanas en primera fila estaban impresionadas cuando la siria empezó a bailar una especie de dubstep frenético, con movimientos milimétricos y precisos. Una de las amigas tenía la boca abierta, la otra sacó su celular y le tomó una foto a la actriz sobre escena. [Es verdad que el momento histórico de la especie humana en que se creía en la inteligencia ya está pasando. Aunque no hemos terminado de resignarnos.] La chica de la boca abierta intentó tapar con sus manos el flashazo del teléfono pero era demasiado tarde. La chica del teléfono blandió con orgullo su móvil defendiéndolo. La actriz sobre escena, esa chica francesa nacida de inmigrantes sirios, bailaba de forma irracional, bailaba para maravillar, vio menos el flashazo que los de la segunda fila y los de la tercera y cuarta. La chica del móvil tendrá recuerdos de momentos que no vivió y hasta una foto de una espectadora encendida en rabia. La otra mexicana cerró la boca, mucho, apretó la mandíbula.
Cuando la siria dejó de bailar, la negra que no encajaba con Molière le dio una actualización al discurso que coloreó el sentido para los que estaban en la tercera fila. Gritaban y reían. Se hacían notar. Nadie había visto que estaban ahí antes y hubieran pasado desapercibidos si la vehemencia de la actriz no les hubiera lanzado el sentido a las orejas. No es que fueran negros o hicieran comunidad, ni que el teatro descendiera de su pedestal para hacer milagros en sus corazones. Lo que pasó es que en ese momento esa actriz estaba más cerca de ellos que Molière. Entre el ingenioso Jean-Baptiste y los risueños no había ritmo compartido sin la mujer intermediaria, que ostentaba su voz como puente.
La marroquí del velo se lo quitó para bailar.
Cuando se terminó hubo muchos aplausos. También sonrisas de las actrices. La sala se evacuó y hubo quienes se quedaron en el bar. Las mexicanas, mis compatriotas, salieron del teatro sin hablarse, se dieron un beso en cada lado de la cara y se fueron por diferentes caminos.
Cuando escucho o leo que alguien dice que el teatro va a desaparecer o que está muriendo, me pregunto ¿van a matar a todos a los que nos importa o qué? No tiene sentido. Desobedecer es desafiar la imposición de un ritmo que no nos convoca, aunque también lo es ser un imbécil tomando fotos en el teatro con el celular. Tampoco se trata de que el sentido de la estulticia deba legitimarse sin moderación. En fin, a estas alturas, las moralejas son de muy mal gusto.
Désobéir de Julie Berès
Théâtre de la Cité Internationale
[1] Dramaturga y actriz que vive en París. Estudió Literatura Dramática y Teatro en la Universidad Nacional Autónoma de México y una maestría en Estudios Teatrales en la Universidad Paris III Sorbonne Nouvelle. Es maestra de español, francés e inglés y una apasionada escaladora. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2016. Su ópera prima Commonplace Simulacro en Súper Solitario se estrenó en 2015.