Imagen tomada de http://www.premiereactors.com
Por Lilia Rojas [1]
Como si fuera la verdad. Ahí dice, está escrito. Como si al leer y comprender el código, el signo, la palabra…Ya. La verdad se apuntalara.
Lo escrito ha constituido la autoridad intelectual desde la invención de la imprenta. Desde entonces ha habido mucho, muy diverso, perseguido, maldito, paria, desconocido, pero igual impreso, oscuro, popular, obligado, fundador, luminoso, necesario, pertinente, urgente. Una vida humana no es suficiente para aspirar a leer todo lo escrito. Sin olvidar que la imprenta no inventó la escritura. La memoria de las hazañas humanas apremiaba desde el inicio de los tiempos. Aunque con la imprenta y la producción pletórica de literatura de todo tipo, la democratización del saber pudo ser vislumbrada. ¿Qué había antes? Hay muchos libros al respecto, bibliotecas enteras, de distintas épocas, además, con sus respectivas historicidades. Antes de la escritura había culturas orales que utilizaban técnicas de memoria basadas en la repetición. Entonces la comunicación necesitaba de personas vivas que replicaran y entendieran.
¿Que cómo lo sé? Lo leí. Sólo así pude imaginarlo y hacer esta grosera generalización. Porque desde que estoy consciente, he dado por hecho que las respuestas están en los libros, como si fuera algo sin historia, algo que es intrínseco a la vida. Las narraciones orales que permitieron conservar las hazañas de Aquiles, Ulises ─sólo por mencionar algo popular─ y compañía eran relatos no organizados contados oralmente hasta la saciedad, una tras otra vez. La oralidad es patente en la asociación de adjetivos para recordar a los hombres, el taimado Ulises, por ejemplo. Pero eso no fue articulado así la primera vez. En ese entonces, en el momento de la primera emisión sonora de la historia del héroe, el español no existía. ¿Cómo sé todo esto? Lo leí y eso me permitió desafiar mi concepción de cosas que daba por hecho porque cuando yo nací, ellas ya estaban ahí.
¿Y si lo que me dijeron fuera todo una especulación? ¿Por qué habría uno de creer todo eso? ¿Tanta autoridad tiene el libro para que a partir de lo que «dice» tu concepción de la vida cambie?
Sí, así se ha ido configurando la cultura después de Gutenberg.
Claro, de alguna forma estamos a la merced de los editores, de los mercadólogos, de los intelectuales, universitarios, dueños de las imprentas y editoriales, gobiernos e instituciones. Todos los que ostentan el poder del escrito, controlan la organización de los saberes, esta vez, para un público mucho más grande. ¿Qué? ¿Que ya hemos ido más allá? Que si no he visto los alcances del internet. Esa democratización se extiende como las redes. Cualquiera puede producir un texto y publicarlo electrónicamente en su idioma. A partir de ahí, es más difícil tener certezas. Ahí dice algo, pero aquí dice otra cosa, yo digo otra cosa, por allá dice algo distinto. Las redes son un universo lleno de caminos. De todas formas, el libro impreso conserva su aura benigna en el lugar común: Los niños buenos leen libros, los intelectuales más dignos de confianza privilegian el escrito a lo electrónico. Los libros pueden sustituir a una amante, una amiga, un padre o una madre, un consejo dicho, también al teatro…
No.
¡NO!
¡Jamás!
NUNCA. En ningún mundo posible.
(Quiero escuchar.)
Deseo que alguna actriz de piel brillante y expresión enloquecida, de la emoción que sea, me diga que la presencia humana es insustituible y que si el libro puede ser la memoria, el paliativo, la demostración, una panacea entre muchas otras, un recordatorio, la sombra, una abstracción de la vida, no puede sustituir a la presencia humana. Los humanos llevamos apenas unos cuantos siglos intentando justificar nuestra existencia de forma racional, en teoría, y contradiciéndonos enseguida, si no es que al mismo tiempo, en la práctica o en otra teoría.
El teatro es presencia humana, en vivo, heredero de la tradición oral y de la poesía, en algunos casos del ritual, cada vez menos. Quisiera decir que el texto es sólo un pretexto. Pero desde hace muchos años, el grueso de la producción teatral está basado también en lo escrito. En esos casos, el texto antecede a toda acción. La idea se desarrolla y se perfecciona ─o más bien llega a su forma final─ a partir del texto. Imposible imaginar no escribir. La tragedia griega fue el primer texto teatral controlado eminentemente por la escritura. Eso también lo leí. Por otro lado, si no fuera así, me pregunto ingenuamente, ¿cómo memorizarían los actores el texto? No es imposible que lo hagan retando sus capacidades mnemónicas, aunque la precisión estaría comprometida. Si el pobre Estevez viera escuchara el resultado de esos intentos, podría parecerle hermoso porque la presencia humana no está exenta de perfección. Pero el Shakespeare adaptado al español mexicano de ese día al que a continuación me referiré, al Esteves no le gustó y mientras se dirigía a la salida del teatro casi vacío en medio de los aplausos hipócritas, según él, de los otros cuarenta espectadores, decía:
– Es bastante bolesto, esto…. incóbodo, esto… inútil pues, que los fondos públicos vengan a dar a estos teatros vacíos. Qué impriban la obra y quien la quiera leer, ¡que la lea!. Bejor bajen los impuestos de la leche, mejor impriman bás libros y revistas. Qué bolesto, chingada badre. Actores ineptos, cansados, sin alma. Escenografía costosa, inútil, estodbosa y que sólo será utilizada una vez. ¡Una dsola pinche vez! ¡El director es un pretencioso impostor! Qué bolesto.
Yo iba tras él por casualidad. Quizá lo dijo para que yo lo escuchara. Porque si no hubiera estado yo ahí, su voz no habría tenido ningún sonido o sentido, sólo hubieran sido vibraciones, caray, esa es la palabra para la voz cuando nadie la escucha. Menos mal que estuve ahí para escucharlo y notar que si no estaba enfermo, al menos tenía una particularidad en la dicción. Eso decía, no está escrito en ningún lado. Pero no por eso es menos cierto. Es verdad que si lo hubiera escrito quizá alguien lo hubiese leído. Aunque ese alguien no hubiera dado cuenta de lo enojado que estaba porque eso sólo lo sé yo, que escuché la forma en que lo dijo y me estremecí en mi interior.
Me estremecí porque de su boca se decantaba una opinión que yo suscribo, con profundo dolor y enojo. Los actores eran irreprochables, ellos sí, sin problemas de dicción. Aunque su voz nos llegaba con intermediaros, usaban micrófonos. Una voz aumentada que, de todas formas, los pocos espectadores hubiéramos escuchado sin amplificadores artificiales. No está mal que usen micrófonos. Pero eso se volvió más importante que lo que sea que estuvieran diciendo.
¡No!
¡No lo estaban diciendo!
No me lo estaban diciendo a mí, al menos. El poder de evocación, el índice de la humanidad que tenía el texto, se vino a menos. El tiempo fue largo. Este teatro de interés artístico fue aburrido. No tenía la dignidad de dar a luz una emoción. No era vital. Y en las casi tres horas que duró, alguien corrió treinta kilómetros, alguien viajó del centro de la Ciudad de México a Ecatepec o a Toluca, alguien leyó en soledad varios emocionantes capítulos de alguna novela policiaca, alguien más y alguien más hicieron el amor unas cuatro veces. Alguien que no fui yo porque estuve viendo una obra de teatro de interés artístico muy aburrida.
¿Qué hacer? Decirlo, escribirlo, ser más acerbos. Como uno hace con sus hijos cuando se rehúsan a aprender cosas que no les permitirán enfrentar los desafíos de cuando su felicidad se vea amenazada. Uno muestra su decepción, lo dice. No aplaudir. Los actores no se van a morir si uno no aplaude. Esos seres que están acostumbrados al rechazo también se acostumbran fácil a la gloria de ponerse en la línea cada noche. Pero cómo van a saber que su teatro de interés artístico no tiene gran alcance en el orden de lo importante para un individuo como Estevez o como yo.
Si los textos de hace siglos han de decirnos algo, habrá que encontrarles una voz pertinente, contundente, desbordante, no sólo adecuada, no sólo correcta o justa. Urge, porque esos textos fueron hechos para ser dichos, no para ser leídos. Esos textos incompletos sólo se colman con voz. Cuando voy al teatro, siempre quiero encontrar algo que siento que perdí ahí o que creí ver nítidamente. Hay que ser pacientes porque la inmensa mayoría de las veces uno va a aburrirse y a sentir que ha perdido el tiempo. Igual que sólo te haces uno o dos buenos amigos en todos tus años de escuela, aunque conoces a mucha gente. Sin embargo, la excepción del hallazgo, la concordia de después del espectáculo cuando hace sentido alivia, compensa y desplaza al olvido la desazón de los espectáculos malogrados.
Cuando eso pasa, una vez entre cinco o una vez entre diez, uno no se pone a decir ¡quemen los libros! ¡hagamos sólo teatro! ¡la voz es lo único tangible! ¡además es inmediato, ni necesita uno saber leer…!
Si así fuera, daría uno prueba de innegable estulticia y los hacedores de libros, escritores y hasta los correctores de estilo, ignorarían nuestra voz porque no demostraría otra cosa que la malignidad del cretino común.
Escuchar la voz de Estevez ─como lo he llamado─, me regaló el consuelo de cuando uno encuentra a alguien que se resiste a prodigar aplausos sordos. Que reconoce la hipocresía de los espectadores que duermen diez minutos antes del final y pretenden estar atentos. Qué agobiante que ese hombre tiene la tendencia eugenésica con las manifestaciones teatrales, como una no es buena, hay que aniquilar todo.
Los libros no desplazan ni remplazan, como tampoco debería el teatro. La voz no es sustituible, díganle a Estevez. Las generalidades que usan el sentido como fetiche son más aburridas y huecas que una producción fallida de un teatro en cualquier parte del mundo. ¿Cómo sé que son fallidas? ¿En qué libro dice cuándo una obra es fallida o resplandeció para todos? ¿Cómo se mide?
Esa noche, esa adaptación de Shakespeare que no merece salir del anonimato, fue fallida. Justo, si el lector hubiera estado ahí, sabría que no me equivoco, aunque no esté escrito en ningún lado.
[1] Dramaturga y actriz que vive en París. Estudió Literatura Dramática y Teatro en la Universidad Nacional Autónoma de México y una maestría en Estudios Teatrales en la Universidad Paris III Sorbonne Nouvelle. Es maestra de español, francés e inglés y una apasionada escaladora. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2016. Su ópera prima Commonplace Simulacro en Súper Solitario se estrenó en 2015.