Por Rogelio Dueñas[1]
La vida de la poesía, sépalo el sépalo de la flor y no el pistilo que lo canta al aire, tiene sus propios compases de espíritu y no queda sino asumirlos sin morir o morir sin asumirlos (…)
Orlando Guillén
UNO
Cada vez son más los poetas que afianzan sus obras a la lógica de la competitividad y el consumo. De ahí que nos escupan sus propuestas abarrotadas de versos inanes que al igual que la leña de pirul, no sirven ni pa’ arder; nomás para hacer llorar. Nos sorrajan sus publicaciones bien cuidadas y sus recitales en donde pesa más la promoción de la personalidad que lo medianamente logrado de sus obras. La poesía es una forma de volver mucho más humana la existencia. Sobre todo cuando los versos nacen alejados de los preceptos deshumanizantes que resuenan en los muros del capitalismo y la posmodernidad. Asir a esos falsos cimientos una facultad tan humana como lo es escribir poesía, es un acto de sumisión. ¿Por qué tantos poetas se empeñan en tomar ese camino? Y justo ahora que nos resulta tan urgente la ruptura y el desentendimiento con los valores burgueses. Si es que en verdad estamos tan conscientes de los tiempos aciagos que atravesamos, ¿por qué entonces no apartar a la poesía de los caminos donde el dinero y el ego dominen? “Eso es precisamente el narcisismo, la expresión gratuita, la primacía del acto de comunicación sobre la naturaleza de lo comunicado, la indiferencia por los contenidos, la reabsorción lúdica del sentido, la comunicación sin objetivo ni público, el emisor convertido en el principal receptor” (Lipovetsky, 2010).
Así pues, está cabrón encontrar propuestas en donde latan formas nuevas de nombrar, y que a su vez minen los nauseabundos estertores de la ramplonería.
Sin embargo, mientras vemos a una gran mayoría de poetas publicar a destajo, esperando a que ello traiga consigo la consagración inmediata, existen escritores preocupados por revitalizar el oficio poético para dejar de manifiesto que si un enorme conjunto de poetas no está dispuesto a ser propositivo, sólo es debido a la falta de compromiso y el gusto por las prácticas adustas que nada tienen que ver con la literatura.
Es aquí donde hace su aparición la obra de Braulio Aguilar (Atizapán de Zaragoza, 1983), en el campo yermo de los reciclajes poéticos y la mediocridad como estandarte de la poesía posmoderna. Sus versos son el resultado de una dedicada cimentación, en ellos no hay nada al azar. Llevan consigo una naturaleza que pareciera difícil de encontrar en nuestro empobrecido espectro poético.
DOS
La pureza de la noche se desparrama sobre los fanales de una ciudad henchida de placer y miseria. Es entonces cuando, ataviados con besos ajados, embebemos nuestras caricias en el graznido del adiós. Buscando asidero en los ojos del otro, hallamos acantilados. Y cuánto nos duele el quebradero de hocico.
Sátrapa es la melodía que hoy nos toca lamer al fragor de la caída. Por el cuello de las horas serpentea una penumbra anquilosada por la rabia. Abrojos surgen de nuestras manos, otrora almibaradas por la gracia de un beso. En un punto ciego de la madrugada, estalla la sombra ebria de la desdicha. Y al alba un alarido. La cólera enquistada en un canto de abandono. Ponemos tierra en luto de por medio:
“¡Cuánta semejanza se halla / entre los sepulcros / y la existencia del corazón!”
Una vez que del amor sólo quedan escombros, ¿qué palabras ungirse en la boca? ¿Será que ninguna se alcanzará a filtrar bajo esta neblina latente? ¿Qué seguirá luego de tanta reventazón? Si acaso lenguas desconocidas dibujando espejismos en la carne doliente. Botellas asfixiadas en las mesas de las cervecerías. Clavar el pico en el hollín del cigarro. Resulta urgente, pues, cubrirse con el témpano de un diáfano verso y entonces, abrir en canal el cadáver de lo que ayer fuera gozo. Sólo así se logrará extirpar el odio hacia este deambular que hoy nos mantiene cascando recuerdos:
“Beber así / es como un estado de insomnio / o de aspirar ceniza que duele / o se trata de la humedad que apaga los pies / o de levantar el rostro para nuevas caídas”
Braulio Aguilar ha logrado hilvanar aquellas fibras que han sobrevivido al colapso. Es así como El espinazo de las lámparas se yergue. Cabal el fuego en el que ha sido calibrado para luego arrojar ese gargajo llamado palabra. Tanto desmoronamiento y nublazón no han sido en vano.
TRES
Abrevadero para la sed de los asnos son en este país los círculos literarios. Camarillas compuestas por poetas de postín que dicen erigir versos cual alud de tempestades, y no dejan a su paso sino un lamento humedecido en la inflamación del ego. Torpes sectas que blanden argumentos para justificar la carne descuajaringada de su ramplonería. ¿Qué se escribe lejos de ese lodazal?: Aquello que crepita en El espinazo de las lámparas. La poesía de Braulio Aguilar es una muestra palpable de que las letras rábidas jamás serán escritas en el borde de la ignominia, al amparo de una luz artificial.
[1] Rogelio Dueñas (Ciudad de México, 1987) Poeta. Autor de los poemarios Cirujano Del Instinto (2009), Calibre .38 (2011) y Efigie de miope (2015). Ha colaborado en publicaciones como Revista Clarimonda y Los Bastardos de la Uva. En 2012 coordinó el taller de poesía en Casa del Poeta José Emilio Pacheco, en Tlalnepantla de Baz. Algunos de sus poemas han sido incluidos en antologías nacionales y extranjeras.