Por Lina Marcela Meneses Cabrera[1]
Durante esta pandemia, ha surgido una reflexión casi generalizada sobre la importancia de la comida. El acceso que algunos y algunas tenemos y el no acceso de muchas personas es, por estos días, el panorama cotidiano que ronda nuestras ciudades, pero aún menos visible se presenta en el campo.
La mal llamada “desobediencia” de las personas a no quedarse en casa nos da cuenta de la desigualdad en la que estamos sumergidos, la informalidad es el “empleo de gran parte de la población” y, como se dice popularmente, “la gente tiene que resolver”. Aunque algunos gobiernos tratan de llevar mercados de alimentos a las familias más vulnerables, en un intento por brindar seguridad alimentaria, poco se habla en este momento sobre la calidad y, por ende, el bajo aporte a la salud de las personas con este tipo de alimentación basada principalmente en carbohidratos, conservantes y enlatados.
Aunque la comida es lo fundamental para vivir, desde hace décadas, la historia agraria nos ha dado cuenta de cómo la tierra se convirtió en una mercancía, con la que lucran unos cuantos, los mismos que hoy detentan el poder mundial, es decir, corporaciones multinacionales, que han convertido la producción de alimentos en un sistema agroalimentario mundial basado en la explotación de la naturaleza y el ser humano.
Sin embargo, hemos de tener claro, también, que desde hace varios años, diversas organizaciones, principalmente rurales, de diferentes países del mundo han levantado la bandera de la comida, promoviendo y exigiendo a los estados políticas para una soberanía alimentaria en las naciones, es decir, decidir qué se quiere comer y cómo producirlo, reivindicando el derecho a la vida y la salud.
¿Por qué a la salud? Pues porque los alimentos que comemos, sobre todo en las ciudades, aunque también en el campo, vienen de otros países, para el caso de Colombia, por ejemplo, el maíz viene de Estados Unidos, la lenteja, que por cierto se importa en un 100%, viene de Canadá y Estados Unidos, una parte del arroz de Perú, y así podríamos enumerar muchos ejemplos de productos que consumimos diariamente y que provienen de la industrialización de la tierra, donde el consumo de agrotóxicos y la modificación genética de plantas es lo fundamental para la producción en masa y a bajo costo; en otros casos, provienen de producciones de campesinos y campesinas, como en Colombia, que llegan incluso a abastecer más del 70% del consumo interno, pero que, desafortunadamente, se producen con agrotóxicos, lo que resulta en problemas como diabetes, sistema inmunitario deficiente, cáncer en diversas partes del cuerpo, abortos y malformaciones congénitas —ya habrás notado que estas enfermedades se han incrementado en las últimas décadas—.
Para entender la relación entre agrotóxicos y enfermedades graves (de manera breve), es importante mencionar que los agrotóxicos, a lo largo de los años, se van acumulando principalmente en los tejidos grasos de los animales, a los cuales llegan mediante transferencia directa de alimentos con veneno, éste actúa en la célula vegetal y animal —la unidad básica de la que dependemos todos los seres vivos—, es por eso que aun cuando los alimentos sean lavados con vinagre o bicarbonato no disminuirá la posibilidad de que agrotóxicos entren a tu cuerpo y vayan acumulándose con el tiempo.
Este sistema agroalimentario mundial es el responsable de casi la mitad de las emisiones de gases de efecto invernadero, por la exportación e importación (transporte de país a país), el consumo de agrotóxicos, la deforestación, la refrigeración, el envasado y el procesamiento, las ganancias que deja no están reflejadas (claramente) en los pequeños productores, sino en unas cuantas corporaciones.
La soberanía alimentaria es, entonces, más que una propuesta de varias organizaciones, una necesidad, que recalca la importancia de la tierra, del acceso a ella, y la reestructuración de la forma en cómo se produce y cómo se comercializa.
Para el caso de las ciudades, una reflexión–acción que se está incrementado es la promoción de la agricultura urbana, la cual aporta a la construcción y materialización de la soberanía alimentaria, principalmente porque abre un debate que a las ciudades les parece lejano: quién y cómo se cultivan los alimentos; además, podría llegar incluso a ser una posibilidad de autoconsumo que dé abasto para toda la población urbana.
Algunas personas nos dimos cuenta en esta pandemia, por necesidad, conciencia e incluso por experimentar, que la cebolla larga y cabezona puede reproducirse en macetas, que los tallos de los vegetales pueden rebrotar en materas, que las semillas están en las frutas y algunas pueden crecer en nuestro hogar, que al cuidarlas, al cabo de unos meses, obtendremos de la tierra, del sol, del agua y los microorganismos, vegetales en nuestra mesa, sanos y frescos. Sin embargo, no está demás aportar una claridad en este proceso, las industrias productoras de agrotóxicos venden productos de jardinería que son veneno para los humanos y que pueden matar los microorganismos presentes en el abono orgánico o humus y, si no pones atención, es probable que termines aplicando a tu huerto: ¡veneno!
Estaremos de acuerdo en que un huerto urbano no solucionará toda la canasta básica de alimentos que necesitamos diariamente, pues no se puede reemplazar la labor de millones de campesinos y campesinas por una huerta de un metro cuadrado o menos en nuestras casas, es por ello que estos ejercicios de siembra en nuestros hogares deben permitirnos reflexionar sobre la importancia de sembrar, cuidar la tierra, en suma, de la labor de las comunidades rurales (campesinas y campesinos, indígenas y afrodescendientes), y que en conciencia propia y colectiva de las personas de la ciudad, debemos promover la compra directa a estas comunidades, preferir los mercados campesinos sobre los supermercados, visitar de vez en cuando el campo para dimensionar lo que es producir, pues, como diría una amiga, no es lo mismo sembrar 10 matas de tomate, que 1 hectárea; así como preferir lo orgánico por encima de la comida barata importada de los países industrializados y, definitivamente, apoyar tanto la construcción como la materialización de políticas públicas para la soberanía alimentaria basada en las agriculturas para la vida, que sean accesibles a todas las personas, o principalmente a las familias pobres de las ciudades, pues no puede ser posible que si lo orgánico usa lo que tiene disponible en una región local, no depende de grandes insumos de la industria petrolera, porque usa insumos de origen natural, sea más costoso que los productos que vienen de otros países.
Así que manos la obra, anímate a sembrar alguna planta, date tu tiempo y espacio para investigar más sobre cómo llega la comida a tu mesa, cultiva tu huerto, cuídalo y amalo y espera recibir tu recompensa convertida en alimento para ti y los tuyos, pero no olvides nunca que la pelea histórica de las comunidades en el campo ha sido el acceso a la tierra, el apoyo para cultivar (que no sean créditos de bancos) y la comercialización de sus productos, la pelea ha sido por la permanencia del campo, por la vida y la salud de todos los seres humanos.
- Ingeniera Ambiental, candidata a Mg, Desarrollo territorial para América latina y el caribe de la UNESP (Brasil), ambientalista, dedicada al trabajo en la ruralidad colombiana, promoviendo tecnologías sociales y ambientales que permiten mejorar las condiciones de vida de las comunidades ↑