Sin señas particulares: el espacio negativo que abduce la calma

Por Sergio E. Cerecedo

 

Las tramas de búsqueda del hijo o la familia ausente son un tema recurrente ya en el cine latinoamericano y a nadie le extraña, aunque un sector del público se queje. Hace falta estar muy metido en una burbuja o en un permanente estado de negación para no reconocer que la realidad exige que se le permita el salto al audiovisual, que se le interprete y haga evidente a través de películas.

 

«Sin señas particulares» es contada con un marco formal que poco tiene que ver con el melodrama clásico del cine nacional y más con el thriller criminal y con unas connotaciones sobre el lado oscuro del espíritu humano que elevan la narrativa a un nivel aberrantemente real.

 

Cuando me preguntan por mi opinión sobre “Sin señas particulares”, les digo con demasiada contundencia que es una película horrenda y que el uso de ésta palabra no es un juicio de valor —es una gran película—, sino que connota la esencia de lo que en ella se cuenta y las formas en las que eso llega a nuestros sentidos, que al igual que el entorno de la protagonista no son amigables ni mucho menos otorgan concesiones. No es ni fácil de ver ni de procesar, y para algunos espectadores tampoco de aceptar la existencia de algo que evidencie tanto la realidad.

 

El hijo de Magdalena se va buscando cruzar la frontera hacia Estados Unidos junto con otro vecino. Un día ambos desaparecen sin dejar rastro, después de una amarga espera, la mujer se decide a buscar a su hijo con ayuda económica de sus vecinos y conocidos, muchos de ellos ya sin esperanza de encontrar a los suyos, emprendiendo un viaje desde el norte de Guanajuato a la frontera, donde cada indicio encontrado es más pesimista que el anterior y pronto le intentarán obligar a que se resigne ante una fosa de cuerpos calcinados. Su negativa le llevará a encontrarse con Miguel, un joven deportado que busca volver a su pueblo a buscar a sus familiares, los caminos de ambos son pedregosos, sin señalamientos fáciles de leer y con indicios.

 

El espacio de un montaje tan áspero, brusco y lleno de pedazos de planos secuencia unidos con precisión, tiene la estructura de una trama de búsqueda vuelta un auténtico viacrucis, donde cabe la esencia de las narrativas mexicanas más tenebristas de la literatura y las artes escénicas. Trae a la memoria un aire fantasmal de los relatos de Juan Rulfo sobre gente errante en territorios hostiles atorados en búsquedas casi inútiles, así como las obras de Víctor Hugo Rascón Banda transcurridas en el norte del país; incluso, lo que recuerda al mismo Rulfo son esas búsquedas entre casas semiabandonadas donde la gente le pide a los protagonistas que se vayan sin siquiera mostrar su rostro.

 

Si algo engrandece esta película en términos de lenguaje narrativo es su propuesta tan específica como natural, en las conversaciones en el SEMEFO, como lo hiciera en los 80´s “Veneno para las hadas” (Carlos Enrique Taboada, 1984) tomando el recurso de no mostrar los rostros de las personas adultas para reforzar el punto de vista de las niñas protagonistas,  la directora Fernanda Valadez se vale aquí de los rostros de las personas ajenas a la vida de los protagonistas, los cuales no se nos revelan. Los agentes, informantes y policías apenas salen a cuadro como siluetas, la carga de lo escuchado y dialogado la vemos en los rostros de Magdalena, Miguel y apenas uno o dos personajes más que no son representados como fantasmas sin rostro. Las bocas de las autoridades y de estos personajes incidentales son apenas visibles, pero el primer plano de su voz dando mensajes ambiguos o de desaire sobre el paralelo, no.

 

Otro rasgo autoral y de intención es un uso orgánico pero controlado del espacio en negativo de la imagen; una vez más, las películas sobre realidades desconcertantes se valen de lo que sucede fuera del cuadro con los ambientes y efectos de sonido cobrando el papel diegético de lo que la imagen omite. En una de las primeras secuencias, observamos la extracción de un cuerpo extraño de un ojo humano mientras escuchamos una llamada telefónica sobre la localización de un cadáver, un montaje de diálogos convertidos en voice overs, que le dan un carácter enrarecido .

 

Las emociones se transmiten en despliegue de recursos vastos como sombras, desenfoques y sobre todo el espacio en negativo, una cadena de secuencias donde la imagen se captura en clave baja —más oscuridad que luz en la imagen—: un padre frente a uno de esos altares de carretera con la figura de la virgen y una serie de luces navideñas. El uso del close up captando el perfil o la espalda de los personajes, ya sea en un vehículo o en la sala de espera de una institución, y muchas veces reduciendo los rostros a siluetas, es digno de aplausos y recuerda a l@s director@s enemig@s de las tomas cerradas que si se tienen recursos narrativos y los tipos de planos son las letras del lenguaje cinematográfico, no hay que cerrarse a no usar lo más común, inclusive cuando muchos de los auteurs nacionales se declaran enemigos de los close ups. Estos brillan especialmente en manos de alguien que sabe lo que quiere decir, Fernanda Valadez nutre el suspenso de los terrenos inhóspitos con rostros, expresiones de las que su mirada de realizadora no nos deja huir, y paisajes poco intervenidos, lo que da cuenta también de una gran labor en la selección de locaciones

 

La parte técnica y la narrativa que emerge de ella presentan una hechura similar a la del documental de creación, dejando muchas veces que las conversaciones entre personajes transcurran en off o incluso que Magdalena sea la única cuyo rostro es visible en el encuadre, este elemento narrativo hace que las palabras se sientan como arrojadas desde las sombras. Cuando le hablan de los secuestros de autobuses, levantones y de la posible muerte de su hijo, todo se siente lapidario, sin derecho a replicar, emoción provocada por las decisiones de dirección de mantener visualmente ausentes a muchos personajes, a otros verlos de lejos o solamente ver sus piernas y ver apenas que musitan palabras, contraponiéndose a las ráfagas de palabras desalentadoras que escuchamos de ell@s.

 

Siguiendo con la propuesta por el lado del sonido, en los momentos donde la mayoría de las acciones y tránsitos de los personajes son silenciosos, la sonoridad o ausencia de ella queda como protagonista. Las atmósferas de las zonas migratorias llenas de megáfonos, las filas afuera de las oficinas de migración, los rosarios rezados en el funeral de los hallados en las fosas, nos hablan de una reconstrucción espacial en el diseño sonoro plena de detalles y de ambientes suficientemente trabajados y pensados no solo para rellenar un espacio si no para transmitir las emociones de este viaje interminable

 

Prácticamente la imposibilidad de justicia cubre el relato y los pocos momentos donde vemos un rasgo fraterno —es de esas películas donde ni sarcásticamente recuerdas a alguien sonreír— es un intento vano de imbuir ánimo a personajes que parecen moverse por la inercia de la ansiedad y el miedo a perder aun cuando algunos testigos les aseguran que el mismo diablo está inmiscuido en los hechos alrededor del secuestro de ese camión y la desaparición de sus pasajeros. Toda y cada una de las actuaciones son ubicuas, contenidas hasta el nervio y que nos dan una empatía como la que se tiene con la familia en los tiempos difíciles

 

Esta película encuentra un paralelo en “Los días más oscuros de nosotras”, ficción también ambientada en territorios fronterizos donde la co-guionista de este proyecto, Astrid Rondero, tomó la dirección —Valadez también coescribió aquella cinta—. En ella, se podía apreciar un reverso tenebroso en torno a una cadena de crímenes pasados sin castigo y la huella de esa violencia en la vida de dos mujeres en circunstancias distintas, aquí toma un camino menos convencional y que sabe dar la cercanía necesaria al espectador aunque se le avienten en la cara de una manera dura y desesperanzadora los hechos que ya conocemos sin la lejanía del morbo usual de la nota roja y esos momentos y lugares apestados del país donde, como decía Sabines, “Hemos dejado el manicomio, para entrar a un panteón”.

 

 

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