Por Sergio E. Cerecedo
A pesar de la ecología, los productos orgánicos y demás esfuerzos por el respeto a la naturaleza, hace falta no ser terco ni descuidado con el entorno para darse cuenta que la conciencia pesa; que si uno se deja puede observar que las acciones aisladas no son suficientes; que cada refresco carbonatado que nos llevamos a la boca viene de empresas que sí acaparan agua nivel esponja, que la huella de carbono de la producción de carne o ver lo que sucede con la subida de precios cuando viene la sequía para saber que los discursos de preservación y anticontaminación que muchas veces caen en el panfleto en los medios escritos y audiovisuales son necesarios, así como las acciones, que muchas veces quedan en esfuerzos aislados.
La preocupación al respecto no es nueva, y en 1962 Douglas Trumbull, conocido en el mundo del cine por estar a cargo del departamento de efectos visuales de películas como “2001: Odisea del espacio” y “El árbol de la vida” (Poco menos de 35 años después), incluso estuvo en la preproducción de la frustrada adaptación de Dune de Alejandro Jodorowsky. En esta película (Feamente traducida como “Naves Misteriosas”) dirigió por primera vez un proyecto, aliándose con artistas y personas que vieron necesario hablar de este tema, y aunque lo volvería a hacer un par de veces más con resultados cumplidores, los siguientes proyectos no pasarían a la memoria colectiva como esta película, que tenía también el plus de hablar de un tema en boga que la volvería de culto: los desastres ecológicos como el posible fin de la humanidad y la necesidad de preservar la vida natural.
En este universo cada vez menos extraño al presente, la distopía llegó y la tierra se volvió estéril, por lo que la vida en el espacio se volvió una constante. Una comida procesada y en cápsulas es la que mantiene con energía a las personas, sumamente aclimatadas a éste ritmo de vida como al urbano, al obrero, al godín, al teletrabajo o a cualquier realidad social y laboral que hemos hecho nuestra.
Dentro de esta rara vida normalizada y aparentemente cómoda, hay una iniciativa por preservar los hábitats originarios con su flora y fauna en sondas tripuladas; dentro de este contexto encontramos una nave donde trabaja Freeman Lowell, un botánico taciturno, que entra en el arquetipo ermitaño pero con una actitud más afable que obsesiva hacia el medio natural, cuida de sus plantas y animales como si de su familia se tratara, en contraste convive en dicha nave con un grupo de astronautas que no lo comprende y con el que las partidas de cartas son apenas tolerables por su diversidad de ideas. Un día insospechado, se ordenará que regresen a la tierra y destruyan las biosferas, a lo cual él se opondrá teniendo un enfrentamiento con sus compañeros y secuestrando la nave con el propósito de preservar su trabajo y llevarlo de vuelta a la tierra.
En este viaje a través de los anillos de Saturno —irónicamente el considerado “maestro severo de las responsabilidades” por los estudiosos de la astrología—, Freeman no solo busca su rescate, busca la redención de la culpa/duelo que tiene por quienes ha dejado atrás en pos de un ideal aparentemente llevado con egoísmo, inclusive tiene que sustituir la compañía poniéndole nombre como humanos a tres robots de mantenimiento (Huey, Dewey y Louie, clara influencia en el diseño de Wall-E) para hacer menos pesada esa soledad con la que busca la supervivencia.
El esmero del equipo de Trumbull en los efectos en esta ocasión es demandado en tres tipos de usos: La ambientación espacial tanto en las tomas generales —con travellings cuasi hermanos de los de 2001—, como en los close ups del interior de la nave con los props e iluminación necesarios, el carácter de los personajes tecnológicos y la sensación de viaje y onirismo cuando es requerida, cosa que podemos ver en su inicio, teniendo una de las secuencias de créditos más lindas, sensoriales e imitadas en el mundo del documental naturalista hasta el sol de hoy cuando observamos la flora y fauna con diferentes filtros y lentes, la distorsión óptica en el cine pocas veces ha sido tan bella.
El personaje principal es llevado avante por Bruce Dern, una presencia constante dentro del cine setentero casi siempre como secundario, y a menudo visto en papeles serios, de personajes cuadrados y ermitaños y a quien recordamos recientemente como el viejo quijotesco de “Nebraska” que se impone con una mirada grave, insólita y decidida pero a momentos perdida por el empecinamiento de cumplir su misión personal.
La película fue catalogada en su tiempo de optimismo ciego e idealista por su final, pero yo creo que más bien es lo contrario, un retrato de una realidad posible en el peor de los casos y en el que si fue lo mejor o lo peor queda abierto, recordando que lo que dicen sobre las revoluciones sin violencia sí que puede llegar a ser quimérico. Dentro de la lucha personal, que raya en el activismo no social si no vital, ese astronauta tiene el remordimiento de lo que tuvo que pelear, de haber dejado atrás compañeros a quienes no puede dejar de extrañar pese a haber sido ninguneado y no haber sido considerado parte del equipo por la disidencia de ideas .
Trumbull se nota esmerado en dar detalles humanos a una puesta en escena llena de tecnología y con un solo actor en cuadro —después de la primera media hora solo escuchamos a otros humanos vía radio—, siguiendo lo trazado en guion que coescribió junto con Michael Cimino (El francotirador, La puerta del cielo) quien le complementó de maravilla al ser un conocedor de la desesperanza que dejaron las guerras y que plasmó dirigiendo las dos películas antes citadas y en el libreto de ésta y al que tanto las partituras musicales, como los efectos sonoros y las canciones de Joan Baez terminan de dar el aire naturalista de denuncia y de dotar este viaje espacial y hasta interdimensional —increíblemente emocionante la secuencia del viaje que el herido protagonista se ve obligado a realizar— de un humanismo que por entonces se antojaba urgente ante el ritmo del proceso de urbanización del mundo .
Tras ver esta pieza de ciencia ficción, llena de planos memorables de principio a fin y a pesar de su estructura narrativa que ahora nos puede parecer sencilla e inocente, es imposible no llevarnos una reflexión: la realidad del activismo es cruel, y disparar lo que se pretende salvar como una cápsula perdida en el espacio, dejar una carta al azar que de corazón esperamos que sea seguro es mitad necedad y mitad honradez, es un asunto difícil que casi siempre, al haber germinado de una experiencia personal, nos hace desear no estar tan solos en nuestras luchas y creencias.