Por Sergio E. Cerecedo
Tres secuencias aparentemente inconexas son soltadas al inicio de la película: Un niño pequeño gritando en la búsqueda de su madre, un soldado perdido en el bosque y paisajes de montañas nubladas, conectados por un gutural sonido suspendido, similar a una campana ahogada, el plano de un pozo natural, un hueco en la tierra complementa la sensación de enormidad de un estruendo que no sabemos de dónde proviene.
Pero los espectadores no somos los únicos en escucharlo, ya que en el primer diálogo del filme, que es entre un campesino y su esposa, comentan del sonido, platican que los demás vecinos lo han escuchado y que sienten un mal augurio venir, y aunque la cámara casi inmóvil los hace ver como humildes trabajadores y buenas personas, algo que tienen arraigado en sus creencias sacude su consciencia. Pronto sabremos que en ese pueblo serrano, los cárteles de la droga han acaparado las tierras para el cultivo de la marihuana —no sabremos pronto si la legalización le alejará del malditismo con el que la sociedad la mira— y que los campesinos son obligados a hacerlo su cultivo principal, así como a tolerar abusos y crímenes. Como vemos en la contundente toma fija donde se observa desde lo alto de una montaña, ya a punto de oscurecer, el asesinato de un grupo de personas en las laderas y la posterior quema de cadáveres.
En las anécdotas mostradas, Sanctorum acierta en no fijarse en un personaje principal, si no en oscilar en los distintos grupos de amigos, familiares y trabajadores de una comunidad de la sierra de Puebla, en una propuesta más incómoda que los fines del mundo comúnmente planteados en otros géneros, como el cine de desastres naturales. Porque, en el modo de realización casi documentalístico de la película, el fin del mundo, el callejón sin salida se vive diario, como podemos ver a través de los ojos de los campesinos que cosechan para los narcotraficantes y son obligados a desposeerse hasta de la plática con sus compañeros, de alguna mirada de soslayo o sonrisa que puede haber dentro de la dureza del trabajo del campo, esta aproximación en primer plano que mirar por encima del hombro, es la que enriquece el verismo de la puesta en escena.
Destacables son momentos íntimos como los de la subtrama del profesor del pueblo, quien por igual habla con el retrato de su esposa fallecida que imparte cátedra sobre los ideólogos de la revolución o el artículo de la constitución que se refiere a las jornadas de trabajo dignas, una amarga ironía de cómo todo lo que los niños demuestran interés por aprender es aplastado por la nefasta realidad.
En la segunda parte del filme, cuando se acerca una inminente confrontación puesto que el narco les deja solos y el ejército les culpa de los delitos del crimen organizado y amenaza con una intervención violenta en el pueblo, se aprecia una vertiente de realismo mágico/ fantasía que no es tan atinada como la parte realista, pues es a partir de un momento clave en donde el pueblo se ve obligado a tomar una decisión sobre si defenderse o huir de las tierras que heredaron.
Ahí es donde se siente que algo no cuaja, pues la inserción de elementos de fantasía venidos tanto de las creencias judeocristianas (La trompeta del apocalipsis) como de los pueblos indígenas, aunque se hacen patentes al principio en los diálogos y crean suspenso y expectativa cuando aparecen, pierden fuerza ante un final abierto que no acaba de redondear las intenciones de esos detalles en la narrativa; aun cuando en lo expresivo sean potentes, les falta fuerza en lo simbólico. Eso sí, como egresado de una carrera de Artes Digitales, agradezco la reciente inclusión de CGI y efectos visuales que espero cada vez se vuelva más frecuente en el cine nacional cuando la estética y naturaleza del proyecto lo permitan.
Además de este valor de producción, las soluciones técnicas de la película van más relacionadas con la efectividad a la hora de contar su historia, sin encuadres o iluminación demasiado estilizada y con sonidos contundentes y naturales sin demasiado adorno, tan rústico y directo como la misma sierra —repito, documentalístico—.
En este trabajo que pudimos ver en la oferta presentada por Cinépolis Click en el “Día del cine Mexicano” del 2020, el director Joshua Gil, oriundo del estado de Puebla, quien inició su carrera con algunos dramas urbanos en el estilo del videohome, propone un trabajo más cercano a su anterior film “La Maldad”, también centrado en personajes del campo, indaga en una región familiar con un discurso y estilo muy en la vena del cine minimalista nacional de los últimos años (Reygadas, Escalante), en un trabajo muy personal cuyas virtudes y falencias se notan acompañadas de un afán de denuncia sutilmente llevado y con detalles autorales y estilísticos que seguirán puliéndose en trabajos futuros.