Noche de fuego: Visión femenina de tierras secuestradas

Por Sergio E. Cerecedo

 

Tatiana Huezo (2021)

Para una persona seguidora de los últimos tiempos del cine mexicano —y latinoamericano— que tiene como eje temático las luchas sociales de los pueblos más desfavorecidos, la temática puede sonar trillada y recientemente explorada en películas como “Cómprame un revolver” (Julio Hernández Cordón), “Sanctorum” y “La Maldad”(Joshua Gil), entre otras. Pero me permito recordar que cuando hay en las artes y los medios algo llamado zeitgeist —el espíritu de la época—, más allá de modas y patrones, es porque la gente que realiza cine, que expresa y comunica a través de los medios encuentra una importancia fundamental en recrear en argumentos ficcionados hechos y personajes de la vida real que les parecen imposibles de ignorar, y de vez en cuando, porque tiene una manera distinta de contarlo que complementa a las que ya existen.

 

La película que hoy nos ocupa —además de haberse proyectado en Cannes y otros festivales grandes y, por fortuna, haberse mantenido bastante tiempo en cartelera—, cuenta con todos los elementos antes mencionados, brinda una visión inteligente, emotiva, sin necesidad de sobresaltos acerca de crecer, tomar decisiones y las relaciones filiales en contextos difíciles.

 

Basada en el libro Prayers from the stolen de Jennifer Clement, la película sigue los hechos en un lugar indeterminado de Guerrero, Oaxaca o Veracruz, que sin duda tiene un dejo intencionado de la Centroamérica que la directora lleva en sus orígenes, al ser originaria de El Salvador, y en ese sabor personal que tiene su carrera como documentalista, clavada en los temas de la infancia y adolescencia, la cuestión de género, los pueblos sublevados y la memoria que se tiene de ellos. Allí es en donde encuentra el motor para llevar más lejos su discurso personal.

 

En ese pueblo en la montaña, donde los lugareños se dedican principalmente a la mina y a la cosecha de amapola para los grupos organizados, crecen Ana y sus amigas, yendo a la escuela como niñas comunes, pero con la diferencia de que conforme van creciendo son enfrentadas a la realidad de un pueblo que trabaja bajo el yugo del crimen organizado. Ser mujeres las pone en peligro de ser raptadas, así que tienen que cortarse el pelo para camuflarse como niños cuando el peligro llegue y aspirar a tener un futuro escolar y personal que pueda ser distinto —obviamente lejos del lugar— o aclimatarse a lo que las personas realizan esperando lo inevitable: estar en el fuego cruzado del ejército o ser forzadas a irse con los delincuentes

 

Rita, la madre de Ana, mantiene con ella una relación firme y enfocada en su protección o desarrollo, pero de vez en cuando se dan un tiempo de convivencia que es en donde el filme se dedica a relatarnos su interacción a través de la sensorialidad de la comunidad rural. Memorable es una escena donde, sentadas en su patio, retan a su percepción y se ponen a adivinar mutuamente a qué distancia y en qué lugar están las cosas que logran escuchar en medio de la noche, un aprendizaje para mantenerse alerta pero que dentro de su interacción disfrutan y de paso nosotros también con la panoramización del sonido, especialmente si nos hallamos en una sala de cine.

 

Tatiana Huezo decide crear una ficción en la cual es evidente que el trazo escénico es muy documentalístico, además, opta no seguir algunas modas y guiarse por su instinto, refinando en el camino el trabajo de realización que suele ser más accidentado y menos planificado cuando se hacen seguimientos a personajes reales. ¿Qué quiero decir? En lugar de planos secuencia interminables, nutre su estética con planos fijos y paneos hechos con sutileza, de inserts con vacas metidas en las casas o insectos en los árboles que brindan pausa a la consecución de los hechos; dentro del conflicto armado jamás declarado como oficial hay alegrías, hay una escuela donde la gente aprende y hay cooperativismo en silencio incluso en los momentos en que todo arde en llamas y todo eso se tomado en cuenta desde la hora que se decide dónde poner la cámara, la angula de manera que un encuadre fijo tenga el movimiento interno que tiene una casa rural, donde cada lugar, como la escuela comunitaria, el salón de belleza que funge como refugio o los mismos campos de amapola destaquen por estar llenos de gente que rara vez descansa.

 

Gran parte del impacto sensorial del filme se debe tanto al diseño sonoro de Lena Esquenazi complementado con escasos momentos musicales que ceden el paso más bien a la sonoridad concreta de la naturaleza y la acción del hombre, llevando a otro nivel algunas secuencias como el impresionante momento en que una mina es dinamitada y donde el efecto digital en la imagen es evidente pero no por ello menos artístico. A través de este trabajo sentimos auténticamente el espacio, como a la propuesta de Daniela Ludlow en la fotografía donde sabe perfectamente cómo alternar los esquemas de colores cálidos y fríos acorde, si a eso aunamos un montaje dinámico que no deja caer la narración en ningún momento y que le da el último condimento a una captura de imagen puntual y llamativa.

 

Dentro de este zeitgeist en el panorama audiovisual de nuestra región, una gran virtud de esta película es convertir el abstracto y poderoso mundo interno de la protagonista en algo  tangible y con lo que podemos hacer empatía con la simple puesta en cámara, sin necesidad de mostrarnos escenas flash de lo que hay dentro de su cabeza; las niñas con el cabello cortado para escabullirse juegan a leerse la mente, a adivinar qué hay más allá de lo evidente o tal vez a reírse cuando no aciertan, pero lo cierto es que su imaginación e inteligencia con un poco de suerte y apoyo externo es lo que les puede sacar de una realidad en la que solo pueden esperar a ser robadas por el narco o trabajar en la siembra clandestina.

 

Es precisamente la mirada femenina crítica y mordaz la que eleva esta película, Ana se siente atraída por alguien eventualmente, pero sabe que pocos están exentos de la violencia, los dogmas, las leyes del más fuerte y en el fondo hay muchos impulsos personales que desea vivir y crecer, y que eso no lo va a encontrar en ese lugar, al igual que el padre ausente al que solo escuchamos de lejos en el celular de la madre.

 

El elenco es manejado de manera contenida, pues se trata de personajes poco expresivos, pero con la dirección adecuada para hacernos sentir cercanía sin llegar en algún momento al arrebato ni a la lágrima fácil, recordando un poco al cine de Europa del Este que abordaba los conflictos de la ex Yugoslavia y las guerras internas de los países de ese continente, pero con el sabor latinoamericano y los conflictos que conocemos de antemano. Sobresalen las interpretaciones de las dos actrices que hacen a Ana —de niña y de adolescente—, son cándidas y serias a la vez; así como Mayra Batalla como la madre, estableciendo un núcleo femenino de elenco en el que escaso protagonismo tienen los hombres, siendo los personajes más importantes los de los maestros rurales.

 

A tientas y sin saber del futuro, creo que ya much@s documentalist@s están saltando a la ficción y sabemos que continuamente volverán al documental, pero, sin duda, esta inquietud de contar historias, temas y obsesiones autorales desde ambos géneros cinematográficos y qué pueden dar de cada uno con esta mezcla de estilos es lo que nos deja a la expectativa. La realización y triunfo internacional a nivel festivales —espero también a nivel taquilla— de “Noche de Fuego” es testimonio de una realizadora en una camada que ha sabido no edulcorar la realidad ni hacerla tremendista si no abstraer un discurso artístico entrañable y un grito de denuncia social que nos recuerda lo terrible del hecho de parecer vulnerable por condiciones de nacimiento que no escogimos y que son parte de nosotr@s.

 

 

 

Publicado en Cine y etiquetado , , , , .

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *