First cow: sutileza para contar la confrontación

Por Sergio E. Cerecedo

 

En una revista de cine que leí entre los 14 y 17 años había una columna dedicada al Cine Mexicano y sus procesos —recordemos que en el 2004 la industria se hallaba en una reestructuración—, la directora y guionista Patricia Arriaga Jordán aprovechó el espacio para emitir su opinión de la mirada que se pierde ante la poca inclusión de las historias contadas por las mujeres, mencionaba, aunque no recuerdo las palabras exactas pero sí la intención de no generalizar pero dar un panorama de ese sentir, que en las narrativas cinematográficas  los hombres contaban el miedo a la muerte y la lucha por la vida a través de balas y de si el bueno o el malo disparan o no disparan; mientras que el sentir de la mirada femenina iba más hacia la pérdida del aliento, por la enfermedad, la intoxicación o la misma violencia, si un ser respira o no respira, argumentaba Arriaga, era un hecho de igual o mayor tensión que el antes mencionado, recordando que todo éstos son concepciones aprendidas y construcciones sociales que nos han hecho creer sobre lo que es inherente de cada género, y se convierten en constantes en la actitud de los individuos.

 

Kelly Reichardt (2019)

  Nos llega ahora una película aclamada entre la crítica estadounidense y de corte independiente, con una hechura a base de poco presupuesto, pero cuya técnica resulta necesaria y con muchas intenciones, lo cual me hizo recordar las palabras de la cineasta, sobre todo por la fineza desde la concepción de los hechos contados, recalcando que el western, al menos en mi experiencia personal, es un género que como predecesor de las películas de acción no suele gustar mucho al público femenino por los mismos tópicos y clichés hacia los personajes de mujeres. Y aunque aquí la historia se desarrolla entre protagonistas hombres, la mirada se nota más afilada hacia conflictos y circunstancias que normalmente son obviados o pasados por alto, y a la importancia de una amistad circunstancial pero real, una mirada ideológica que en la adaptación libre de una novela de gran prestigio en su tierra, enriquece un relato calmado y minimalista en el que los balazos son apenas esbozados fuera de cuadro y la lucha por la supervivencia se cuenta más a través de las circunstancias.

 

Alrededor de la historia principal transcurren los primeros años de la colonización de Estados Unidos, en una población ya de mayoría blanca y con sus reglas muy claras; Figowitz, más conocido por su apodo “Cookie”, es un cocinero que decide emanciparse de la vida rústica y nómada que lleva cocinando para tramperos y buscadores de minerales y crear un camino propio. Esto se afianza cuando se encuentra con King Lu, un migrante chino que también busca fortuna y  le comparte a éste sus inquietudes acerca de vender galletas con las técnicas que ha aprendido. Por desgracia, el ingrediente principal que es la leche de vaca no abunda y tendrán que robarlo a escondidas, cimentando su éxito en un crimen que parece no hacer daño a nadie, pero recordemos que con los conquistadores llegó también la noción de la propiedad privada…

 

Para bien y para mal, esta cinta posee algunos lugares comunes e inquietudes convincentes del cine independiente estadounidense, sobre todo el estilo rural y de búsquedas en pueblos pequeños que puebla desde hace varios años el festival de Sundance. En su hechura e inquietudes, esta historia de ambientación en el oeste recuerda a joyitas poco conocidas como Old Joy y sobre todo al entorno y cimientos de otro Western atípico como lo es “Dead Man” (Jim Jarmusch,1995), pero sin la espiritualidad existencial, pues el viaje que propone Kelly Reichart es más sencillo, es una anécdota casual como las que nos contaban los abuelos acerca de la revolución o los cristeros.

 

Por supuesto que dentro de la historia de supervivencia a partir de productos de origen robado, la búsqueda de autorrealización de un estilo en el oficio propio nos hará eco en estos tiempos de obligado emprendimiento donde aún estas prácticas son comunes, y entre la necesidad de comerciar y sobrevivir entre miles de personas que venden lo mismo que uno, viene la inquietud de tener un plus al costo que sea, así King Lu da más rienda suelta a las ambiciones personales de Cookie y eso puede acarrear consecuencias.

 

El apartado técnico remarca el look de película vieja que se desea aunque se haya filmado en formato digital, siendo grabada en el aspecto de radio 1:37 y en un formato cuadrado más similar al de la televisión analógica —razón por la cual las caricaturas transmitidas en televisiones nuevas llevan una imagen fija con desenfoque como relleno en los espacios negros—, lo cual lejos de distraer nos recuerda este look documentalístico de las primeras cámaras de video. También destaca el esmero de la propuesta fotográfica por llevar hasta las últimas consecuencias la luz natural inclusive si se ven algunas fallas de definición o intentos de imitar el grano en las escenas donde se nota la textura húmeda en el aire y otros detalles muy bellos visualmente: Los rayos de sol directos sobre las flores y cabañas tienen una ligera aberración cromática, sobre todo en la luz de atardecer o la llamada “hora mágica”. La cámara en mano cuando es utilizada recrea esta terrenalidad salvaje.

 

La sonorización es terrena y fresca, destacando los ambientes de bosque y sonidos animales a cada momento, así como el cuidado en la edición de los diálogos de relleno (Wallas) en los espacios cerrados y en los llenos de gente, como el mercado ambulante en medio del lodo donde Cookie y King Lu venden sus panes.

 

Para lograr estas atmósferas, la directora se vale de un montaje (también hecho por ella) que logra un acabado rústico con muchos cortes directos, sin que estos parezcan abruptos. Mucho complementa al corte final la música de William Tyler, que mantiene enganchado con su leit motiv a base de un riff de guitarra con unos sintetizadores que emulan los sonidos de la armónica y otros elementos representativos de la época, haciendo un score country contemporáneo agradable, evocador y que en los momentos de tensión sí realza esa emoción pero de una manera sutil.

 

Las actuaciones son unidimensionales y parcas como la gente del oeste, pero no por ello menos emotivas al sostenerse en personajes que no encajan en modos con la dureza del oeste, al fin y al cabo el conflicto dramático es un hecho grave, pero arreglable y casi imperceptible, que denota el conflicto; no obstante, si uno no se compra que algo tan pequeño pueda causar problemas, entonces hallará el filme inverosímil y lo botará de inmediato. Destaca también la presencia y sutil amenaza que representa el personaje de Toby Jones, así como el trazo escénico con personajes que apenas hablan pero sus mutis, miradas y presencia nos habla más de los conflictos, tensiones y situaciones raciales de la época que si lo hiciera directamente en los diálogos.

 

El “principio” —al verla se averiguará por qué las comillas— nos da cuenta de eso, además de ser una reminiscencia a una trama que en la novela tiene más peso, de las personas encontrando las huellas del pasado y de aquellos momentos cotidianos donde nuestra vida es interrumpida por un vestigio de historia que nos lleva a nosotros o a quien se lo contemos —cuando se cuela algún versado de las ciencias sociales sobre todo— a investigar más y curiosear acerca de la importancia de ese hecho aislado, con las ganas de escribir algunas páginas dentro de esa línea del tiempo, páginas en las que no muchas cosas han cambiado y que dan pie a historias de amistad y supervivencia como la aquí vista.

 

 

 

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