En este texto, con aires sueltos pero de reflexiones profundas, José Barrientos nos lleva a pensar sobre los “policías de balcón”. Explica que este equipo de seguridad gratuito inquieta por una razón personal y otra social. Ambas congruentes con anteponer la consecución de objetivos narcisistas sobre una visión comunitaria. Esto se genera a partir del gran temor que nos ocasiona la muerte, retomando en ello la visión de los estóicos. También, explica los dispositivos de vigilancia creados por Bentham y analizados por Foucault y nos muestra cómo el policía de balcón reemplaza la presencia de millones de vigilantes en la calle para controlar a la población. Su éxito, depende de un marco instalado en cada ciudadano y basado en los sentimientos que en ellos operan. Finalmente, nos brinda una salida de esta postura, apostando por el valor de lo comunitario desde una comprensión social que vea por la interrelación del entramado colectivo, rompiendo con el individualismo imperante.
David Sumiacher
Enviado el: 26 de octubre de 2020
En tiempos en que la realidad parece que nos excede la filosofía es un medio para transformar quienes somos
POLICÍAS DE BALCÓN Y OTRAS INCIDENCIAS FOUCAULTIANAS
El indigesto compañero que hemos conocido este año, nuestro COVID19, nos ha sacado de una pretendida normalidad, deo gratia, para instalarnos en una anormalidad distópica. Esta situación ha convertido las series más angustiantes de Netflix en una bagatela, y a Foucault, en un profeta de los últimos tiempos apocalípticos.
Uno de los fenómenos más acusados de nuestro amigo son los policías de balcón. Un policía de balcón es aquella persona que, de forma acrítica, mediada por el miedo y la incertidumbre, por la indignación a la restricción de la movilidad y/o por un individualismo estratégico y egocéntrico se dispone a dos acciones contra sus vecinos y conciudadanos: (1) denunciar la ilegalidad e inmoralidad ajena y (2) olvidar las propias acciones delictivas e ilegítimas. Déjenme ilustrarlo con una noticia que se publicaba hace apenas unas semanas en España:
Cuando Victoria Vivancos salió el domingo a por el pan, volvió llorando. En el recorrido de apenas 20 minutos, varios vecinos de los edificios por donde transitaba salieron a sus balcones a increparla: “¡Estás loca!” “¡Dejad de pasear como si nada!”. Vivancos y su hijo Pablo, de 22 años, autista y enfermo de Phelan McDermid —síndrome caracterizado por un retraso en el desarrollo y el habla— eran los dos únicos transeúntes de una de las avenidas de Murcia. El acompañamiento y asistencia de personas con discapacidad o dependientes es una de las excepciones que se añadieron al real decreto del estado de alarma el pasado 17 de marzo.
A pesar de ello, los casos de acoso desde las ventanas son cada vez más frecuentes, algo que también sufren el personal sanitario y otros trabajadores. “Yo entiendo que la gente esté preocupada, pero te aseguro que no bajo con mi hijo por capricho. La ley me permite salir con mi hijo porque me necesita”, explica esta mujer de 52 años.
Durante estos días de confinamiento, además de familiares de personas dependientes, médicos, enfermeras, técnicos de laboratorio, cajeras de supermercado, y hasta personal del servicio de limpieza, que no tienen otra opción que seguir asistiendo a sus puestos de trabajo, han mostrado su enfado en Twitter por esta “policía de balcón” que se toma la justicia por su mano. En algunos casos, además de sufrir insultos, les han arrojado huevos o escupitajos[1]
La policía de balcón es, a un tiempo, pasional y volátil, puede pasar de la santificación del personal sanitario a solicitar el carnet de la Santa Inquisición para quemarlo en la hoguera en escasos días. En este sentido, un médico español pasaba de recibir el aplauso de sus vecinos (policiales) en los primeros días de la pandemia, a ser conminado, poco después, a abandonar su vivienda para impedir que contagiase al resto del edificio de departamentos.
El policía de balcón no es un depredador exclusivo que habita en las terrazas, sino que puebla las cafeterías (mascarilla en el codo o usada por debajo de la nariz) y los editoriales de los periódicos. Hace unas semanas, un noticiario reproducía la siguiente información, que reiteraba las quejas fiscalizadoras escuchadas de los bares cercanos a mi casa:
¿Egoístas, irresponsables y peligrosos? Los jóvenes son señalados por entidades como la OMS y autoridades sanitarias como aceleradores de los rebrotes de coronavirus, pero son una población difícil de disuadir en pleno apogeo del verano.
“Pregúntense: ¿realmente tengo necesidad de ir a esa fiesta?” Tras implicarlos directamente a los jóvenes a finales de julio, la Organización Mundial de la Salud (OMS) insistió el jueves, en boca de su director de emergencias sanitarias, Michael Ryan.
La llegada de las vacaciones y el levantamiento de los confinamientos han llevado a la salida en tropel de las personas entre 15 y 25 años, ansiosas de divertirse[2]
Este equipo de seguridad gratuito inquieta por dos razones: una personal y otra social. La personal nos conecta con la Alemania nazi: aquellos aciagos años, también se denunció a personas, a judíos, con razones secundadas por nuestra guardia de balcón: (1) el respeto a la ley establecida y (2) el miedo a las consecuencias por evitar denunciar.
Ambas motivaciones son congruentes con las acciones estratégicas habermasianas, es decir, aquellas que anteponen la consecución de objetivos narcisistas a la creación de universos comunicativos. La adhesión a los ámbitos de entendimiento social y fraternal exigiría, al otro lado, preguntar antes que denunciar, es decir, informarse (colaborativamente) sobre la penuria del otro antes que dejar campas a sus anchas al pánico ante la muerte. Además, la comunicación fomentaría la crítica: permite distanciarse de las posiciones unívocas, tuberculosas y tiránicas que nos imponen nuestros miedos e incentiva la aparición de juicios nacidos de la pluralidad y que integran el sufrimiento del interlocutor.
Preguntar a quien se iba a delatar conjura el poder que la muerte ejerce sobre nosotros y que, como los estoicos nos recordaban, no depende del hecho en sí de desaparecer de este mundo sino del modo funesto (y, a veces irreal) en que ésta se nos presenta. No tenemos miedo a la muerte sino a la opinión o representación que nos hacemos de ella. El maestro Séneca nos avisaba que el niño no tenía miedo ante la amenaza del tirano, no porque su arma no tenga efecto sobre el cuerpo del pequeño (¡todo lo contrario!), sino porque la representación del infante sobre su acabamiento no resulta tan aciaga. He ahí el poder del pirata que se lanza a la batalla sin temor a perder la vida. En esta línea, la sabiduría de Epicteto era manifiesta cuando apuntaba que los demás podían esclavizar su pierna, aunque eran estúpidos si suponían que con ello podrían sepultar su libertad. Lamentablemente, el poder constituyente se ha hecho dueño no sólo de las vidas de quienes hoy no nos acompañan sino de la libertad de millones que aún pueden levantar su dedo acusador.
La segunda inquietud en relación a los policías de balcón era social. Uno de los problemas principales para vigilar en prisión se basaba en el alto coste de los servicios de seguridad. Se requería que cada recluso estuviera controlado por un funcionario o custodio. Bentham explicó una solución por medio del panóptico. Éste consistía en una torre central rodeada de las celdas que, a su vez, tenían una ventana en el fondo. Con esta estructura, que puede verse en las imágenes inferiores, todos los internos podrían ser vigilados por un único vigilante ubicado en la estructura nuclear.
El sistema mejoraba si los cristales a través de lo que veía el policía estaban ahumados: ni siquiera hacía falta vigilar puesto que el preso nunca sabía cuándo era controlado y, por ende, la propia estructura acababa controlándolo.
Esta configuración, nos cuenta Foucault en Vigilar y Castigar, se extendió a escuelas e industrias. Además, aparece como fondo de todas las llamadas a la transparencia de nuestra sociedad. Al final, no será necesario un jefe que controle a los empleados en sus despachos si los muros son de cristal o, simplemente, no existe. Idéntico será el caso de una sociedad que exige transparencia fiscalizadora entre todos los ciudadanos imponiendo el principio “todo el mundo es culpable hasta que no se demuestre lo contrario”.
El fenómeno de los policías de balcón se instala en este dispositivo: el poder no precisa millones de policías en la calle para controlar las salidas de los ancianos en horarios ilegales y que no aguantan la soledad, el número máximo de aforo de un restaurante o las fiestas de los jóvenes en sus domicilios particulares. Panópticamente, conseguimos ojos en cada ciudadano. El éxito depende de un marco instalado en cada ciudadano y basado en los sentimientos anteriormente indicados (el miedo, la incertidumbre o la indignación) y en justificaciones conectadas con la salud pública (que genera el pánico privado) o en evitar su vulneración. Esto no quiere decir que no haya de protegerse la salud de nuestros mayores; sin embargo, hay que saber distinguir la prudencia razonable del terror irracional e injustificado.
Ahora bien, nuestro gendarme doméstico no sale indemne de la denuncia: la vigilancia y denuncia posee efectos en un doble sentido. El incremento de vigilancia hacia los otros redunda en la propia puesto que se acaba temiendo ser denunciado. Se crea un círculo de control que ahorra gastos al sistema de control. Se crea el primer círculo vicioso. Existe otro: la indignación por la restricción de la movilidad propia y la testificación de que hay personas que no cumplen la ley incrementa la irritación y, por ende, se alimenta la pasión que conduce a una mayor denuncia. Se acaba enojado ante un sistema de control que alimentamos con nuestra propia acción. En síntesis, el policía acaba cooperando a su propia destrucción.
Aunque no pretendo ofrecer aquí respuestas, puesto que confío en la inteligencia del lector, queda claro que las vías de solución pasan por conducir al absurdo del carácter policial y a la necedad de sus agentes. Esto es lo que buscaban Adorno o Horkheimer: pensar la estructura de un mundo que impidiera hacer surgir un nuevo Auschwitz. El pensamiento crítico frente al instrumental fue una de sus apuestas, la censura contra la razón que había hecho posible el holocausto otra y la respuesta estética una tercera. Su apuesta era, quizás, excesivamente beligerante y ambos sintieron en sus carnes las consecuencias cuando los propios alumnos de Adorno lo acusaron de fascista en los años sesenta.
Dos de sus discípulos añadieron otras dos salidas: el reconocimiento y la comunicación. Es sencillo denunciar al enemigo, aunque seremos incapaces de hacerlo con aquella persona que, mediante el diálogo auténtico, acaba reconociéndose como nuestro amigo. Así, pasa de ser objeto de nuestra estigmatización a sujeto del que hay que responsabilizarse. Los vecinos de Victoria Vivancos nunca tuvieron trato con ella porque, en tal caso, habrían sido conscientes de su situación y la de su hijo. Ahí, radica el problema.
Desde hace siglos, el mundo tojolabal ha cultivado una identidad basada en el nosotros en lugar del “yo” occidental. El otro se define como “uno de nosotros” y como alguien que necesitamos puesto que no hay “nosotros” ni comunidad sin la aportación de cada uno de los miembros de la comunidad.
El policía de balcón abandona su capacidad crítica y hermenéutica o comprensiva y, en su soledad necia (y, a la vez, lamentable) no sólo hace perder al otro sino que se vacía de sí mismo en un solipsismo airado e impotente. Su impotencia, su falta de poder, ha quedado manifiesto cuando la ideología del sistema y sus pasiones lo han convertido en una marioneta, un juguete roto del que nadie sale fiador. Aunque, todo sea dicho, quizás, nosotros mismos paguemos parte de su deuda en otro escrito, pues también él requiere ser escuchado.
El estigmatizador recorre análogo camino cuando sólo ve la viga en el ojo ajeno. Siguiendo el espíritu del filósofo, y hasta del sabio, bien nos valdría dejar de ver el error ajeno para justificar su muerte y cambiarlo por un desafío y responsabilidad que, al menos, nos tendrá entretenidos en estos días de confinamiento, toque de queda, restricción de la movilidad o como quiera llamarse.
No les traigo la vacuna del COVID19, pero proponer líneas para prevenir un holocausto no es mala alternativa. Déjenme acabar con María Zambrano, la filósofa andaluza nos recordaba, mucho antes de que esta pandemia fuera verdugo de la comunidad, lo siguiente: “la razón no está para que nadie la tenga, sino para que entre todos la sostengamos. Y sólo así es no ya viviente, sino vital, simplemente vital”[3]. Pues eso.
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1 Mahtani, N. (2020): “Los “policías de balcón” que insultan a discapacitados y sanitarios por estar en la calle”, El país, 26/03/2020, disponible online en https://elpais.com/sociedad/2020-03-26/los-policias-de-balcon-que-insultan-a-discapacitados-y-sanitarios-por-estar-en-la-calle.html último acceso 4 de octubre de 2020.
- AFP (2020): “Los jóvenes importante vectores del coronavirus y población difícil de disuadir”, Yahoo, 7/8/2020, disponible on line en https://es.noticias.yahoo.com/j%C3%B3venes-importantes-vectores-coronavirus-poblaci%C3%B3n-093915384.html, ultimo acceso 20 de octubre de 2020. ↑
- Zambrano, M.: Cartas de la Pièce (correspondencia con Agustín Andreu), Valencia, Pretextos-Universidad Politécnica de Valencia, 2002, p. 169. ↑