En este artículo, Ángel Alonso nos sumerge en la cruda realidad de nuestro tiempo. El contacto con la muerte, los moribundos, la desesperación y el aislamiento, son moneda frecuente. Acercándonos una realidad mitad oculta, mitad explícita, denuncia sin tapujos cuestiones muy relevantes: mucha gente muere hoy en soledad, mucha gente vive los procesos relacionados con el coronavirus con extrema desesperación, en un sistema que no cuida o no puede cuidar de las personas. El individualismo que desde antes existía, ahora se exacerba. Vivimos “encapsulados” y con miedo a la muerte. La infodemia y los cuidados derivados de la bioseguridad encierran y limitan nuestra expresión humana. Remitiendo a textos de Lessing, Elias, Benedetti y De Beauvoir, Alonso nos lleva por un camino reflexivo por el trasfondo trágico de nuestro tiempo. No es el objetivo de su texto el lamento o la mera catarsis, sino el resignificar la existencia y la posibilidad de seguir, en nombre de los caídos.
David Sumiacher
Enviado el: 2 de enero de 2021
En tiempos en que la realidad parece que nos excede la filosofía es un medio para transformar quienes somo
La soledad de los moribundos por SARS-COV-2
Dolor, impotencia, lágrimas, sufrimiento y tristeza. Sentimientos difíciles de explicar y de narrar. La sensación que produce el saber que una de tus amistades ha dado positivo al SARS-CoV-2 es incómoda y dolorosa, te deja un nudo en la garganta y un vacío en las entrañas. Pero que un familiar cercano con quien se convive cotidianamente tenga los síntomas (como asintomático o sintomático) del coronavirus te produce un dolor en el alma; se te apachurra el corazón; pierdes las fuerzas, te da una sensación de vértigo y queda uno pasmado, no sabiendo qué hacer. Si se da el caso de que ya está en una fase en la que se le debe aislar y los demás deben administrar oxígeno y buscar su ingreso a un hospital, se convierte en una experiencia inenarrable, solitaria y de lo más doloroso que existe.
La infodemia y el estrés: ¿tendré coronavirus?
La información sobre el coronavirus abunda y se encuentra en todas partes: carteles, spots, canciones, memes e infografías están por doquier. Parece que en esta “nueva normalidad” ya hemos mimetizado entrar a un local, escanear un código QR, ofrecer nuestra frente, muñeca o cuello al termómetro digital y en automático aceptamos el gel anti-bacterial y tratamos de arreglar a toda prisa un pendiente en el banco, mercado o trabajo. Por todas partes recibimos recomendaciones sobre quedarse en casa, no hacer festejos en esta época de invierno, cifras, datos y planes de vacunación gradual y universal. Y entre tanta información verídica y falsa nos consume la infodemia y algo más letal: el estrés por “el bicho”. Juzgamos quién porta bien o mal el cubrebocas, las redes sociales etiquetan a los COVIDiotas y nos carcome un pánico por la proximidad social. Queremos estar aislados, pero a la vez necesitamos de la compañía de los otros. Escuchamos que conocidos del trabajo tienen síntomas; vecinos y familiares que caen ante el coronavirus y especulamos en lugares de contagio; nos aterramos si nos encontramos entre las personas que pudieron caer en la fase de contagio o en la cadena de personas que convivieron (o conviven sin saber) con alguna persona asintomática, que muestra algún tipo de gripe o la pérdida del olfato.
Si doy positivo, ¿qué sigue?
Cuando uno se hace la “prueba rápida” o el PCR por COVID-19 es por temor a haber sido contagiado ante alguien que ya dio positivo; por una exigencia laboral y/o viaje, o simplemente por pánico. Dependiendo de lo rápido que se haya actuado y acudido al médico la recuperación tiene una mayor probabilidad de ser favorable. Pero no lo sabemos. Vemos filas de personas que están en una situación similar o peor a la nuestraes; es ahí donde encontramos una infinidad de personas que eran agnósticos al coronavirus y ahora se arrepienten de la reunión a la que asistieron; de cómo se contagió el abuelo que no salía pero que al final tiene el bicho; los protocolos de seguridad e higiene; las cifras tan cambiantes y angustiantes de números de infectados, recuperados, decesos y de ocupación hospitalaria. Cifras, dolor, ignorancia, miedo, muerte, sufrimiento y soledad con una sana distancia, cubrebocas y caretas que fluyen en conversaciones antes, durante y después de la pandemia. Adultos y jóvenes hablando de los lugares en donde no se consigue el oxígeno y de los costos de la renta. Y, como afirmó Doris Lessing, estamos
“en esta época en que da miedo estar vivos, en que es difícil pensar en los seres humanos como seres racionales. Donde quiera que uno mire sólo ve brutalidad y estupidez; se diría que no existe más que eso, que en todas partes se produce una vuelta a la barbarie y que somos incapaces de frenarla”1.
Y la barbarie no es una masacre, sino una escalada de cifras y números que representan millones de familias destruidas, y sin el consuelo de poder hacer algo por quien ha sido ingresado al hospital, aquella persona que está próxima a estar intubada o aquellos que no responden a los niveles óptimos de oxigenación. Llamar a una ambulancia y encontrar una cama en algún hospital de COVID es una tortura que viven en soledad pacientes y familiares, semejante a un vidrio que recibe un impacto y que aún no estalla en pedazos y fragmentos, sino que están contenidas cada una de las partículas del vidrio antes de explotar.
La soledad de los moribundos
Norbert Elias, en 1982, escribió La soledad de los moribundos, donde describe el proceso que tienen los familiares y moribundos en una muerte anunciada. A juicio de Elias, el proceso por el que transitan los ancianos, convalecientes y moribundos, se caracteriza por el aislamiento y soledad antes, durante y después del deceso, enfatizando en que el previo a la partida es lo más difícil de afrontar en una sociedad que se ha empeñado en separar a los vivos de los muertos en los hospitales, y que son terceras personas las que se encargan del proceso del morir, velación y entierro de quien ha fallecido.
A juicio del sociólogo, “el problema social de la muerte resulta sobremanera difícil de resolver porque los vivos encuentran difícil identificarse con los moribundos”2, y cuando pensamos en los dos escenarios existentes ante el SARS-CoV-2, a saber, afrontarlo en casa o en un hospital COVID, el texto de Elias cobra sentido y significación. Cuando el aislamiento del propio enfermo se da en casa, únicamente una persona es quien puede convivir con ella suministrándole alimento o medicamento, con todas las medidas sanitarias establecidas, siendo el único enlace con el resto de la familia y amistades por medio de mensajes sobre el estado de salud, manteniendo la esperanza de que se superen las fases más álgidas del contagio y que no se dé un desenlace fatal. Cuando una persona ha dado positivo y es ingresado (voluntariamente o a la “fuerza”) a un hospital COVID para que le sean proporcionados los insumos necesarios para su recuperación. En este caso, se pondrá en aislamiento total y el sentir que se percibe fuera del nosocomio es sobre si se hizo lo correcto o no con dicha persona pues ésta podría morir “sedada, intubada y en soledad”. En ambos casos, se procura que todos quienes estuvieron en contacto se hagan la prueba del coronavirus. Dentro y fuera del hospital, se vive una impotencia y frustración; una resignación a esperar a que hagan efecto los medicamentos; solicitar oraciones por su salud; un dolor y vacío en el interior que se debe vivir con un distanciamiento social y en donde todo el tiempo se está al pendiente del celular y se tienen brotes de llanto, coraje, culpabilidad, incredulidad y de esperanza mientras transcurre el tiempo y esperamos el próximo reporte de salud.
Elias no escribió su texto ante una pandemia, pero su análisis sigue siendo vigente cuando afirma que “eso es lo más duro: el tácito aislamiento de los seniles y moribundos de la comunidad de los vivos, el enfriamiento paulatino de sus relaciones con personas que contaban con su afecto, la separación de los demás en general, que eran quienes les proporcionaban sentido y sensación de seguridad”3. Esta contingencia sanitaria nos ha mostrado que, en todo el mundo, sin importar la posición económica o el PIB, “en la era moderna la idea de que al morir estamos solos se corresponde con el mayor acento que también recibe en este periodo la sensación de que estamos solos en la vida”4, y ha sido ese exacerbado individualismo el que nos ha hecho sufrir de manera “encapsulada” esta enfermedad (más allá de las restricciones sociales y sanitarias). De esta forma, “el concepto de soledad se refiere también a una persona que vive en medio de otras muchas pero que carece totalmente de importancia para ellos, siéndoles indiferente que exista o que no exista”5.
Elias denuncia que “nunca anteriormente, en toda la historia de la humanidad, se hizo desaparecer a los moribundos de modo tan higiénico de la vista de los vivientes para esconderlos tras de las bambalinas de la vida social; jamás anteriormente se transportarían los cadáveres humanos, sin olores y con toda la perfección técnica desde la habitación mortuoria hasta la tumba”6. ¿Y no se cumple esto cuando ya no se puede velar a la persona sino solamente recibir las cenizas de quien ha fallecido por COVID? Evidentemente, ante la pandemia la incineración del cadáver responde a diversos protocolos clínicos y de bioseguridad, pero las despedidas se han quedado pendientes, en pausa. Los ritos funerarios se han cortado de manera abrupta y debemos aceptar las restricciones para velar a alguien o para hacer algún rosario vía streaming. El duelo y acompañamiento hacia los deudos también ha quedado detrás de las bambalinas de las pantallas o de un auricular.
Los muertes por COVID no son números sino personas
Mario Benedetti narra el proceso que sufrieron las personas que conocieron a Avellaneda en su convalecencia y muerte. El argumento es fulminante:
“’Murió. Avellaneda murió’, porque murió es la palabra, murió es el derrumbe de la vida, murió viene de adentro, trae la verdadera respiración del dolor, murió en la desaparición de la nada rígida y total, el abismo sencillo, el abismo. Entonces, cuando moví los labios para decir ‘Murió’, entonces vi mi inmunda soledad, eso que había quedado de mí, que era bien poco”7
Basta quitar “Avellaneda” y poner el nombre de alguna persona fallecida por COVID-19. ¿Todas las muertes son tranquilas y dulces como la que Simone de Beauvoir describe cuando muere su madre en Una muerte muy dulce? Desgraciadamente no. Algunas personas sí se van consumiendo paulatinamente como velas o cirios y mueren sin dolor ni sufrimiento, simplemente, ya no volvieron a despertar, y los que quedan son los que sufren su partida. Ante el coronavirus no podíamos juzgar si la partida fue dolorosa o no. Quienes han fallecido no son cifras, sino vidas de personas. Los daños que tendremos que afrontar pospandemia con los familiares de los acaecidos, más allá de la crisis económica, social, familiar, educativa y laboral que se deriva de esta situación, es algo que implica afrontar y reinventar las disciplinas y ciencias de cuidados paliativos, religiones y tanatología para asumir estas situaciones y la manera en que se llevará ese duelo. De Beauvoir afirma que:
“cuando desaparece un ser querido, pagamos el pecado de existir con mil añoranzas desgarradoras. Su muerte nos desvela su singularidad única; se torna vasto cómo el mundo con su ausencia hace desaparecer para él, y que se hubiera debido ocupar un lugar más importante en nuestra vida: en última instancia ocupada totalmente. Nos desprendemos de ese vértigo: no era más que un individuo entre tantos”8
Y quienes quedan, los que tuvieron que firmar la responsiva o quienes asumieron la responsabilidad de ingresar a alguien al hospital, podrían coincidir con De Beauvoir:
“A mi también me devoraba un cáncer: el remordimiento. ‘No dejen que la operen’. Y yo no había impedido nada. A menudo, en casos de enfermos que sufrían largos martirios, me había indignado la inercia de sus parientes: ‘Yo la mataría’. A la primera prueba, yo había cedido: vencida por la moral social, había renegado de mi propia moral. ‘No -me dijo Sartre-, usted fue vencida por la técnica: era fatal’”.9
¿Qué nos deja esta contingencia sanitaria? Saber que quien lea esto sigue vivo y podría coadyuvar a afrontar el mundo pospandemia, procurando sanar o aliviar la diversidad de sufrimientos que quedan como remanentes de la COVID-19. Quienes hemos perdido a una o varias personas, confío en que más allá del vacío y ausencia que una persona nos ha dejado, debemos seguir en su nombre, tendremos que sanar esas heridas y resignificar la existencia ante esta contingencia sanitaria.
Bibliografía
Benedetti, Mario. La tregua. México: Editorial Diógenes, SA, 1974.
De Beauvoir, Simone. Una muerte muy dulce. Traducción de María Elena Santillán. Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 2002.
Elias, Norbert. La soledad de los moribundos. Traducción de Carlos Martín. México: FCE, 1989. Lessing, Doris. Las cárceles que elegimos. Traducción de Ariel Font Prades, versión electrónica Kindle.