Por Jonathan Mirus[1]
Gallardo, Ámbar, Babel me cortó la lengua, Desde.el.fuego editorial, Guanajuato, 2023, pp. 99.
Hace un tiempo tuve una banda de rock, además de nuestros ejercicios de práctica, alguna vez decidí sugerir una actividad: cada integrante le daría 5 discos para escuchar al otro. El propósito era también ese, escuchar al otro. Dentro de los que me tocaron a mí estaba Fontana Bella (2007) de Austin TV. En el disco, además de las sutilezas melódicas del grupo, hay una canción que se llama “Marduk” y en unas pocas de sus líneas dice: “No tengas miedo, somos libres, nadie lo cree, pero es real”.
Dentro del Museo de Arte e Historia de León, Guanajuato, se llevó a cabo la 15 Bienal Femnsa, titulada “La voz de la montaña”. En este mismo evento, que lleva las propuestas más actuales del arte plástico, se presentaron también varios proyectos de artes visuales y de edición independiente. Entre ellos, me encontré con la editorial Desde.el.fuego donde pude leer algunos fragmentos de sus libros. Uno que me llamó especial atención fue Babel me cortó la lengua (2023) de Ámbar Gallardo. Una escritora que ha ido ganando fama en el estado. Lo primero que vi al hojear el libro fue algunos versos sueltos donde la poeta dejaba ver la potencia de algunas de sus enunciaciones. La luz del recinto hizo que mi mirada se posara en aquellas letras como quien descubre una fisura en el piso. Dejé el libro para después, el trabajo llamaba a estar en el evento, pero las sensaciones se mantenían.
Para mi sorpresa, el libro se presentó junto a la autora. Hubo algunas cosas interesantes referentes a su búsqueda de la poesía, entre ellas dijo: “volver a sensibilizar a través de retornar la violencia a la palabra poética”. Darle voz a este elemento violento es una lucha que han buscado varios autores de diversas maneras, sin dejar de lado el artefacto poético, desde la poeta Sara Uribe en su Antígona González desarticulándolo al evidenciarlo, o hasta tensionarlo sin invisibilizarlo, hasta sus últimas consecuencias, como la novelista Ariana Harwicz.
En el libro, la autora retoma la idea del Etemenanki, el templo de la creación y de la tierra, erguido en favor del dios babilonio Marduk. Un antecedente del mito bíblico de la torre de Babel, que claramente la poeta busca destruir, pero no sólo en el hecho en sí, sino para buscar la palabra o, mejor dicho, dar a luz a la palabra violenta, restituir el cauce de su sentir para encontrar en las ruinas lo perdido: “Sólo hay palabras, símbolos que me dibujan antigua / —parecida a Babel—. / Serán los que me devuelvan la pérdida / invocando con sus sonidos a los muertos, / aquellos que perdí en los cuartos que no se abren / y en los letreros de niñas perdidas en las calles.” (p. 56).
Esta búsqueda por nombrar, por el lenguaje, es una constante del viaje que realiza la voz lírica que ve las cenizas de aquello que se fue. La poeta, a su vez, retoma la idea de la Diosa Blanca, símbolo que Graves utiliza para señalar la caída de las culturas matriarcales que rendían culto a deidades femeninas. Es de esta manera como crea un doble juego entre las apropiaciones cristianas de lo pagano, así como la pérdida de la posición de poder de la también conocida como diosa Luna: “Me senté con los muertos en penumbras y / aprendí el lenguaje. / Pero mi voz, la de siempre, se perdió.” (p. 59). En este punto, la palabra parece inalcanzable, pero la voz lírica busca restituirla: “Es el barullo de un dios / que no he creado.” (p. 63).
Sin embargo, esta afrenta en el poema será castigada con el corte de la lengua a la voz poética. En ese momento, y a pesar de no contar con el elemento vital de la enunciación del habla, persiste la búsqueda por transgredir los cimientos y recuperar lo perdido. La sangre y la piel se transforman en una violencia que debe hendir el pasado para restituir el presente y acceder a lo que se busca nombrar. Así, la voz lírica, retando a Babel, que está erguido sobre las viejas ruinas del templo concebido a Marduk, busca derrumbarlo, retornar a la palabra que nombra: “Buscaré lo que me cortaste / seguiré mi propio rastro de sangre.” (p. 68). Para crear algo nuevo, hay que dejarlo nacer, es por eso por lo que este rito de la sangre no sólo fecunda la palabra si no que la engendra: ¿Mis palabras habrán salido con mi rostro? / No tienen padre, solo yo y mi útero vocálico. (p. 67).
No es sorpresa, entonces, encontrar dejos de una sensualidad propia en el poemario, una que está ligada a sí misma y que es por sí misma, que no busca al otro, sino trascender a partir de las palabras dedicadas a la diosa Blanca y la fecundidad que emerge de la tierra: “Los árboles me imaginan desnuda, / excitados de que vuelva a trepar su corteza.” (p. 53); “he sumergido mi lengua / entre su sexo para robarles / sus palabras de sal. / —y yo me excito con la flor / que sangra hasta formar / un espejo de coágulos—.” (p. 54); “Sólo el viento probará lo que no dije / sabe cómo lamer mi cuerpo / la melancolía que hiedo.” (p. 62).
Esta sensualidad irradiada llega a su culmen en el poema “La primera manzana”, donde la poeta hace uso de elementos simbólicos y terrenales para ejecutar de una manera redonda la idea de la transgresión de la palabra para restituirla a sí misma: “Chupo tu piel de diosa antigua y llegan las imágenes / de la primera tierra. / Las semillas me penetran / y yo te devoro, / me excita sentir a la serpiente / sobre mis hombros.” (p. 66).
Así el viaje que transita entre lo violento y lo sensual se reconcilia con el reconocimiento del yo constante en el viaje de la enunciación a lo largo de los poemas. A la manera lúdica se lee: “Juego: / comienzo con mi nombre que se transforma en otros / nombres / mi rostro que se transforma en otros rostros / mi sombra que se transforma en otras sombras.” (p. 56). También está el encuentro del yo autoral con la voz lírica: “La oscuridad es ámbar / […] la oscuridad es ámbar / ámbar. Ámbar. Ámbar / […] / la oscuridad es ámbar.” (p. 73). Sin embargo, la redondez de este yo parte de esta búsqueda de la restitución de la palabra, en saberse temporal, porque nunca nada es lo mismo: “Seremos distintos en lejanas aguas / seremos distintos en los mismos cuartos.” (p. 52).
A pesar de la restitución que puede parecer grupal, también es algo sumamente individual. La voz lírica lucha por sí y para sí. El fuego que robó Prometeo fue dado a los individuos, pero precisamente tuvo que ser él, único, quien retara a los dioses. En ese sentido, esta confrontación con la deidad recupera no a través de lo tangible sino de lo simbólico. Aquello que se quitó por la fuerza no puede ser del todo tomado, incluso a pesar de la pérdida. Lo que se nombra, el ejecutar la palabra, sigue existiendo en las profundidades: “ver en la oscuridad / y pensar que el sol es un mito.” (p. 77).
Otra de las cosas curiosas de este libro es su forma de objeto. En la presentación del poemario, la autora señaló que era una “radiografía de sus textos”, ya que en éste se puede encontrar las notas de su cuaderno de trabajo, aquello que moldeó la forma final del libro. Así, el lector puede ver estos detalles del proceso creativo, antecediendo, además a los poemas. A su vez, este registro de sus notas personales se complementa con algunas fotografías que cierran el libro, mostrando el entorno que dio lugar a este ejercicio poético.
La sección, llamada “Ecos”, embotella estas imágenes que dan una mínima muestra del yo autoral, un mapamundi de pensamientos donde rescato tres fotos: la autora en la lápida de Jorge Ibargüengoitia (p. 94), un cartel con la leyenda “Ni tú, ni dios, ni el Estado decidirán sobre mi cuerpo (p. 99) y una fotografía donde la silueta de la autora se esconde en la oscuridad mientras la luz se filtra por la ventana (p. 84). Una representación visual, más que del poemario, de lo que la autora tiene como base de pensamiento y que posiblemente pueda ofrecer a sus lectores con sus próximos trabajos.
Ámbar Gallardo irrumpió de un momento a otro en la escena guanajuatense, aquella que pulula entre dos polos: el institucional y el underground. En este último se inscriben algunas de las editoriales independientes. Cabe resaltar que hay una marcada diferencia con esta poeta y otros autores que buscan hacerse de un espacio más para expresarse libremente que para dotar a la palabra de sentido. Este, claro, es un juicio de valor en el que rescato a aquellos que buscan tensionar a la palabra, ejecutarla, como la mano del cirujano a la que se refería Valéry: atravesar la carne, estar en el límite de la vida y la muerte, mover la fina hoja del bisturí para encontrar los adentros de la palabra. Por otro lado, en el primer polo, logró ser publicada con su libro de cuentos La infancia de los brujos (Ediciones la rana, 2023). Asimismo, le fue otorgado el pecda 2024 por su proyecto Territorios de la sangre, y participa a su vez en la edición de este año del Fondo para las letras guanajuatenses. Habrá que esperar que los proyectos se cumplan, pues los programas a la creación muchas veces fracasan en mostrar resultados finales. En sí mismos son útiles como ejercicios y esta poeta ya ha demostrado que puede escribir. No se le puede exigir menos a alguien que ya ha demostrado talento.
En el prólogo del libro, Fran Drescher acentúa sobre la autora “la potencia con que hace hablar los siglos a través de ella para explorar su propio devenir, como una médium” (p. 5). Por mi parte yo rescato el entusiasmo por querer hacer que la palabra resignifique y hienda su mundo, a la manera de Revueltas. Al final del prólogo, está la nota de la autora en la que afirma: “Cuando termine Babel me corto la lengua, habrá terminado mi primer ejercicio poético y podré iniciarme en el lenguaje violento.” (p. 6). Sin duda, ya iniciada, la poeta cuenta con el talento suficiente para seguir significando la palabra, pero como cualquier escritor, tendrá que seguir trabajando en qué es lo que busca y cómo lo quiere. En el poemario, hay algunos juegos interesantes con el lenguaje, pero también hay pocos versos que no parecen cerrar del todo. Cosas normales cuando se completan los primeros ejercicios poéticos, sobre todo porque la obra pasa a ser ya del lector.
En ese sentido, retornar la violencia a la palabra, resignificarla, es un juego de doble filo, donde la autora deberá ser cuidadosa para no caer en las exigencias de los tiempos. La única exigencia que vale es la del yo, porque ese es aquel que pondrá, letra por letra, palabra por palabra, cada elemento y quien escribe es quien se hace responsable. En palabras de Ariana Harwicz “no dejarse instrumentalizar” no dar concesiones o parafraseando a Austin TV, “ser libres, aunque nadie lo crea”.
[1] (Guanajuato, 1993) Licenciado en Letras Españolas por la Universidad de Guanajuato. Es cocreador y editor de la revista El Gallo Galante. Ha colaborado en revistas como Polen (UG), Cardenal, Los Demonios y los Días, Irradiación, Punto en Línea y Punto de Partida (UNAM), entre otras. Participó en el VIII y X Festival de Poesía de Fusagasugá, Colombia. Coordinó, junto a Javier Paláu Hernández, el libro Al compás de los pájaros. Cartas para conversar con los muertos (Universidad de Guanajuato, 2023).