Bring Me The Head Of Alfredo García: Peckinpah Libre y Loco

Por Sergio E. Cerecedo

 

Sam Peckinpah es uno de los cineastas más citados visual y argumentalmente por el cine de acción moderno e inclusive por los directores que han hecho del pastiche/collage de películas viejas su sello de calidad como Tarantino, el hoy olvidado Walter Hill o Robert Rodríguez, sus historias fronterizas, etílicas y polvosas han hecho las delicias de todo mundo, inclusive de quien no conoce la obra del cineasta más que por las referencias.

 

“El loco Sam”, como le apodaban por sus desplantes y su gusto por la parranda, tenía un cariño inmenso por nuestro país y cada que podía venía a filmar aquí, de hecho se sabe que le encantaba venir a los sets de Durango y pasar las tardes en las cantinas después de filmar, pues después de todo, eran los ambientes que inspiraban gran parte de sus guiones, los personajes de arrabal, machos, coléricos y con la violencia siempre latente que le encantaba retratar ya fuera en películas que remitían al viejo oeste o cualquier otra época o películas actuales con aire a viejo y caracteres principales que se niegan a renunciar al pasado, dejando patente esa resistencia ya sea con gruñidos, mentadas, aislamiento social o, porque no,  a golpes, cuchilladas y balazos.

 

En este universo existe una dimensión de poco más de hora y media donde Alfredo García, un maleante de poca monta, deja embarazada a la hija de un hacendado (Emilio “El Indio” Fernández), por lo que lógicamente sale por piernas del pueblo. Pronto se corre la dudosa noticia de que el fugitivo ha muerto, por lo que el ranchero agraviado pone un precio a su cabeza y bastantes cazarrecompensas responde al llamado. De entre todos los matones dispuestos, el protagonista, Benny, parece el menos apto; recluido en su borrachera tocando el piano en un bar de Jalisco, refugiándose aparentemente de malos recuerdos y gente que lo ve como poca cosa, pero le toma poco que la incitación a la búsqueda le pegue en el orgullo y junto con Elita, la prostituta de la que está enamorado, emprende el viaje por una recompensa que aparentemente les concederá el muy común sueño de empezar de nuevo y dejar los bajos fondos de una vez.

 

En la aventura de Benny y Elita, los vemos pasear por los pueblitos buscando hielo para que el cadáver putrefacto no se llene de moscas, enfrentar rivales y disfrutar de lo que parece una enrarecida luna de miel. El humor negro y sarcástico está presente en momentos clave —justo antes del enfrentamiento con los matones rivales—, en una estructura de múltiple persecución y emboscadas que es montada con la suficiente agilidad para no requerir que haya competencias de autos a toda velocidad o movimientos de cámara muy violentos, entre trampas en panteones, gente maldita y luchas contra sus propias tonterías y errores, la pareja protagonista es tan cabrona como entrañable y nos recuerda que no necesitamos personajes santos para identificarnos y tener un viaje llevadero en el cine.

 

La violencia pasiva y activa como instinto del ser humano que se huele a cada cuadro es una huella del estilo y gusto del director, como en una de las secuencias iniciales con la tortura hacia la hija del hacendado para hacerla confesar quién es el padre del bebé delante de un grupo de monjas, sacerdotes y plañideras, da cuenta del contexto de estado de ley salvaje que a Peckinpah no le interesa tanto profundizar como mostrar en cuadros plásticos poderosos y escenas de acción y sangre que no necesitan explicaciones, además nos salpican su sanguinolencia en primer plano. El grupo de autos, aviones y motocicletas de todos los destinados a la búsqueda es una secuencia con brincos de eje constantes, puesta en cámara que se repetirá con menos velocidad.

 

En el apartado del elenco hay mucho que decir, Isela Vega muestra una actuación con muchos más matices de lo que se debiera, con un personaje que no pierde la dignidad ni en los momentos más críticos. Complementándose de maravilla con un Oates al que lo perdedor en sus personajes le venía marcado desde hace varias películas (El corredor que nunca gana a los protagonistas a pesar de traer un carrazo en Two Lane Blacktop o el gallero de Cockfighter) y le queda como anillo al dedo con este hombre de pocas oportunidades que inclusive al final hace dudar cuál es su propósito, si realmente tiene uno que no sea demostrar que no es un don nadie o nomás es mero orgullo sin sentido, ambos constituyen una pareja de un amor tan sincero como la conveniencia de la calle y la supervivencia entre gángsters. El desempeño de Oates queda patente, aparte de en las escenas dramáticas o cómicas cuando da el ancho por mucho en las escenas de acción, donde casi siempre se ve enfrentado, contrario del héroe gringo promedio, a pistoleros a los que físicamente no podría oponerse, siendo superado en físico, pero no en agallas, ambos son personajes a los que el entorno amoral en el que se desenvuelven no les quita los atisbos de buen corazón, los villanos que van desde motociclistas locos hasta mafiosos de traje son muy divertidos y recuerdan a los malvados chuscos de la saga de James Bond durante éste periodo.

 

A pesar de no desarrollarse en la frontera, la película no puede dejar de tener ese aliento limítrofe o más bien de ver a México a través de los ojos gringos, siendo una extensión natural de la pasión del autor por el western, lo cual no resulta molesto por el enfoque nostálgico y que en ningún momento pretende profundizar en lo étnico. De hecho, secuencias como la del intento de violación hacia Elita por un grupo de maleantes en motocicleta hace pensar más en el thriller urbano que se empezaba a poner de moda en Estados Unidos durante esa época.  Aunque, eso sí, para completar su visión necesitó echar mano de alguien que conociera el territorio mexicano y supiera por donde retratarlo, así que mucha de la concepción visual y de la puesta en cámara no sería la misma sin la colaboración de Alex Phillips Jr., que también trabajaba mucho en Hollywood y que le dio un talante a los territorios polvorientos de Chalco y el norte del país, más atinado que otros cinefotógrafos habituales del director como John Coquillon y Lucien Ballard, menos coloreado en sepia y más realista sin romper con el estilo buscado en la narración, ahí están los balazos y tomas ralentizadas (Slow motion) que tanto le gustaban y luego muchos realizadores le imitarían una y otra vez durante los años siguientes.

 

Si ubicamos “Bring me the head…”  en la línea temporal de la filmografía de Peckinpah, aparece como un punto de quiebre entre los proyectos con mayor libertad creativa de su carrera —“La balada de Cable Hogue” y “Pat Garret and Billy the Kid”— y sus películas más convencionales, que no malas, al final de su carrera —“Convoy”,”La cruz de hierro”—. El director amaba esta película y se nota lo mucho que pudo desbordar sus inquietudes estéticas y su estilo de abordar los temas e historias en ella sin que nadie le dijera qué hacer.

 

 

 

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