Por Sandra Carolina Jiménez Pedroza[1]
Luego de años de trabajo, soledad y estrés, Joaquín por fin estaba de vuelta en México con su familia, quienes desde su regreso lo acompañaban a cada minuto. Hecho que agradeció durante el primer mes, sin embargo, ahora la falta de silencio le parecía inquietante, por no decir molesta.
— ¿A dónde vas mijo? —inquirió su madre, Inocencia, mientras doblaba la ropa.
—A dar una vuelta, quiero ver cómo se ve todo.
—Ay no, ¿para qué? —preguntó ella. —Todo se ve igual de espantoso, mejor ve y báñate que en un rato ya vienen los demás.
Evitando una mueca de irritación, Joaquín insistió:
—Pues sí, pero tengo curiosidad y me la paso todo el tiempo encerrado.
—Encerrado no, relajado —afirmó su madre. —Aparte, todos vienen a verte porque quieren estar contigo, papito. Hace mucho que no te ven, pero si tanto te molesta puedo hablarles para que ya no vengan y te quedes solo allá fuera, ¿eso quieres?
—No.
—Bueno, entonces, termina de doblar la ropa en lo que voy a la tienda por el refresco. —concluyó la mujer sonriendo. —Ahorita vengo y si llegan ahí los acomodas.
Así, Inocencia salió de la casa y en menos de diez minutos el resto de la familia llegó con todo tipo de postres y comentarios que iban desde qué preparó de comer su mamá ese día hasta cuándo volvería a Estados Unidos.
—No creo regresar la verdad —respondió Joaquín cortando uno de los pasteles que habían traído.
— ¿No te gustó? —dijo su prima.
—No. Ahí hay pura gente pendeja y culera. —contestó Joaquín.
— ¿A poco? ¿No que muy amables y toda la cosa?
—No. Son una basura, sólo están esperando la oportunidad para fastidiarte. —indicó —Por eso ya mejor me quise regresar.
— ¿Y qué? ¿No quieres más dinero? —inquirió su tío repartiendo los platos.
—Sí, pero pues ya estoy viejo, ya no estoy para ser gato. Quiero poner mi negocio con el dinero que guardé.
—No, pero… —comenzó su tía, quien guardó silencio al arribo de Inocencia.
— ¡Ya llegué! —gritó ella. — ¿Y esas caras?
—Joaquín dice que no se va a regresar. —chilló su prima menor agarrando sus perlas.
— ¿Por qué chingados no nos dijiste, Ino? —reclamó el tío.
— ¡Déjela en paz! Lo que yo haga con mi vida es mi problema, no suyo.
— ¿Cómo que no es mi…? —rugió el tío Gabriel escupiendo un pedazo de cereza.
— ¡A ver, ya, cállense! —bramó Inocencia interrumpiendo a ambos hombres. —Y tú, ¿cómo es eso de qué no te vas a regresar? A mí no me dijiste nada.
—Yo siempre le dije que cuando ya tuviera ahorrado lo suficiente me iría de allá. —expresó con fría calma Joaquín.
— ¿Y quién te dijo que tenías el millón de dólares?
—No el millón, pero sí lo necesario para vivir bien aquí.
Ante esto, Inocencia rio y plantó las manos en la mesa con furia:
— ¿Aquí? Aquí no hay nada para ti. ¡Mira a tu alrededor si no me crees! —vociferó apuntando a la calle tan familiar y repleta de transeúntes, pobreza e infelicidad.
Sin embargo, la mirada de Joaquín no se enfocó en el exterior, sino en el interior… En la sala nueva, el jarrón con peonías, los cubiertos de plata, la pantalla plana, el reluciente piso de cerámica que había reemplazado la cálida tierra de su infancia y los exóticos postres, los cuales, según recuerda, su familia ni siquiera soñó con probar antes de su partida, mucho menos su tío.
— ¿Dónde está mi dinero? —susurró Joaquín con el corazón suplicante.
Inocencia y el resto de la familia parpadearon al unísono. No obstante, sólo habló la primera:
—Guardado, ¿dónde más? —contestó la mujer cruzada de brazos.
— ¡Quiero mi dinero!—exigió Joaquín.
Sorprendida por la reacción de su hijo, Inocencia miró a su familia en busca de apoyo y tiempo, mas no obtuvo ninguno.
—Hablo en serio, mamá. Quiero mi dinero. —insistió su hijo.
—Aquí está, hijo. ¿No lo ves? —Tomó las manos de su hijo y sonrió temblorosa. —Tu dinero se invirtió en la casa, en nosotros, tu familia.
— ¿Todo? —preguntó el hombre ahora con lágrimas en los ojos.
—Sí, corazón; pero tú sabes que el dinero no es la felicidad ni es para siempre. —apretó las manos de su hijo con mayor fuerza. —Lo único eterno y verdaderamente valioso es la familia. Nada más. Dime que lo entiendes, mi vida, ¿sí?
Sin pronunciar otra palabra, Joaquín se alejó de su madre y marchó hacia la puerta.
— ¡No te vayas, mi amor! ¡Fue lo mejor para todos! ¡Tienes que entenderlo! ¡No seas así, mi niño, mi vida, entiende! —berreó la mujer, extendiendo sus manos para detenerlo, pero él siguió adelante. — ¡Allá no hay nada para ti!
—Aquí tampoco.
[1] Sandra Carolina Jiménez Pedroza (Ciudad de México, 1997) es egresada de la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente es estudiante de Filosofía e Historia de las Ideas en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.