Omar Cruz (El Progreso, Yoro, Honduras, 1998). Estudiante de la carrera de Periodismo y Antropología en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Algunos de sus textos aparecen en diversas revistas literarias y periódicos de América y España. En el año 2022 fue finalista en el Concurso de «Cuentos de Suspenso, Ciencia ficción y Misterio» convocado por la revista literaria mexicana Inéditos, en 2023 ganó la «Convocatoria de Ensayo Breve» por la revista literaria Vuelo de Cuervos en Madrid, España. Obtuvo el primer lugar en el «Concurso de Cuentos y Ensayo» convocado por el diario español La Crónica del Henares y recientemente fue finalista en la «III Edición de los Premios Literarios Yunque de Hefesto» convocados por la revista literaria El Yunque de Hefesto de Madrid, España. Es autor del poemario: Hologramas de ayer, hoy y para siempre (Atea Editorial, 2019). Ha sido traducido parcialmente al Inglés, Francés, Catalán, Italiano y al Japonés.
Confesión a Pablo Neruda y otros poemas
El aliento de las mandrágoras
Más allá de las puertas inevitables
que consagran los ocasos
y de los cerrojos que invocan
el nombre decadente de los silencios:
hay una flor que amortaja entre sus pétalos
las lágrimas que se desprenden
del llanto inevitable de los ángeles.
Es probable que más allá
de las ventanas que se deshacen
cuando los soles dejan caer sus rayos
sobre la espina dorsal de la tierra:
exista una flor incapaz de desvanecerse,
incapaz de mostrarse aterrada
frente a la violencia de los hombres,
incapaz de resarcir el atroz miedo
que ha engendrado su especie.
Seguramente más allá de los incendios
que se autoproclaman en nuestras bocas
cuando el insano trago de whisky
invade las comisuras de nuestra garganta:
sean los néctares que escupen
las flores que no le temen a los presagios
ni a las blasfemias del nuevo mundo:
que se reescriben entre las neblinas
y terminan por incinerarse
en los cantos solemnes
o en los caballos del viacrucis.
Más allá de las promesas
martilladas en las paredes
y de las cartas que se han roto
con el salvajismo de los años,
todavía nos damos cuenta:
que existe tesitura en la flor,
todavía de entre sus hojas
se cae el mito de los hombres
que jamás volvieron a despertar.
Más allá del dogma inevitable
y del aliento imperecedero de las mandrágoras:
existe la edificación indestructible
sobre la que se ha erguido la flor,
la flor que deja caer las oraciones
sobre la palma de la tierra,
la flor que abre sus pétalos
en la densa oscuridad de los prados,
la flor que deja ver el Ave María
en las llanuras de su interior.
Confesión a Pablo Neruda
Perdón, Neruda
yo también quise ser poeta:
y escribir mi biografía
con gotas de agua
y con la sangre de mis dientes.
Neruda, yo también quise
escribir poemas preciosos:
en donde los caballos galoparan,
en los que el mar se enfureciera,
en donde las hojas bailaran con el viento
y las mariposas hicieran elegías
con el abominable color de sus alas.
Si te contara Neruda,
que un día desperté:
mirando hacia el abismo
interminable de mi pecho,
tratando de encontrar
un poco de luz y esperanza:
y adentro solo había coágulos de sangre
anidados por un hostil enjambre
de enfermas cucarachas.
Perdón, Neruda
porque en mis manos
tuve las «Odas Elementales»
y de mis dedos jamás brotó:
un gran verso, o la estirpe de un poema,
jamás la imagen de una casa
o la del silbido de los pájaros:
solo un cuenco lleno de luz
y una interminable gota de sangre.
Después de todo, Neruda:
—incluida la aberración del fracaso—
puedo decir que hice todo cuanto quise
y terminé de construir y lo construido
también se desmoronó.
Me despido, Neruda
diciéndote que en ocasiones:
las garras del insomnio me cortan el sueño
y cuando escribo en las madrugadas:
dejo mi escritorio como un charco de sangre,
como un pozo inhabitable y sin salida,
como una llamada de emergencia
de quien ansía volver al vientre de su madre
y alejarse de una agonizante pesadilla.
Seremos lo que diga Antón Chéjov
Cuando ya nadie
se atreva a pronunciar nuestro nombre
y nuestras manos estén secas
y nuestras piernas llenas de polvo,
quizá nuestro recuerdo se quede:
en la proa de algún barco sin rumbo
o en un rincón de una vieja casa.
Seguramente lo que alguien
se atreva a contar de nosotros:
sea lo que se disperse en el vientre
sangriento de las ratas
o en los caminos sencillos
que se languidecen en las noches
y que por ocasiones hemos recorrido.
Seremos lo que diga la tierra,
lo que digan la ira y sus enigmas,
lo que sostengan los párpados:
cuando choquen lentamente
con la sombra de las madrugadas.
Seremos lo que diga Antón Chéjov:
un fantasma, una cerilla, una lápida
o incluso una capilla llena de gárgolas
a la que ya no asisten feligreses.
Seremos la luz que se apague
en el candelabro de los días,
seremos la quemadura y la cicatriz,
la línea horizontal en el plano geográfico
y la tempestad de la hoja:
cuando recibe el golpe brutal del asfalto.
Frente a la mantis religiosa
«Nací con mi lengua en forma de gatillo
en mi boca yo tengo un cuchillo»
[R]esidente
El filo mira a los hombres:
como los animales
que poseen la noche
y han olido el miedo
y han permitido que entre por su fauces
y recorra desde la médula
hasta el calcio de sus huesos.
El filo es una sentencia:
especulación de la realidad,
geografía de un silencio,
abismo de vidrios molidos,
recuerdo de viejas batallas,
trinar de aves en una vieja ciudad.
El filo es una fractura en el tiempo:
habitación con estigmas,
puerta suspendida en la noche,
ruido que sentencia,
alud que sepulta y glorifica,
pergamino inquebrantable de la tierra.
El filo es una secuencia de hechos:
espiral de las sombras,
laguna de espejos y brisa,
caminos sin retorno,
resplandor sin mandíbula,
palabra martillada en la boca.
El filo es un poema resucitado:
milagro perverso del hombre,
sombra de origamis y caos,
cicatriz espiritual en el sueño,
perforación de los restos del fuego.
Frente a la plegaria de la mantis:
el filo es una calle abandonada,
un paisaje extraviado,
una letanía que se diluye,
un lamento sin inercia
en la bocanada de un animal silencioso.