Por María del Rosario Lara[1]
El tiempo debería medirse a partir de las emociones y no cronológicamente. Los números no dicen nada, pues permanecen indiferentes ante el suceso de la vida.
Me corrijo y ahora digo: el tiempo no existe. Es la vida misma la que crea la ilusión de su existencia. Los cambios recurrentes de la naturaleza nos regalan la falsa certidumbre de que el tiempo a todos nos acuna en su homogéneo transcurrir. Y, ¿las emociones?
Nuestras emociones son olas que revolotean sobre el mar extenso de la vida. A veces, se elevan furiosas; parece como si rivalizaran con las montañas en su afán por aproximarse al cielo.
En otras ocasiones, la duda las transforma en sencillas ondulaciones sobre la superficie lisa del océano, y permanecen ahí, quietecitas, hasta encontrar las respuestas que les insuflen la necesaria energía ya sea para desaparecer, o para crecer.
El miedo las esconde en torbellinos de agua que se hunden en lo más profundo de la vida. La única huella visible de su existencia es ese agujero oscuro, rodeado de círculos danzantes, los cuales, poco a poco, van adelgazando su ánimo a medida que se alejan del ojo del terror a la vez que se acercan a la orilla, donde reina solitaria la calma, donde la vida ha dejado de ser vida para ser quietud eterna.
Paradójicamente, el máximo terror es alcanzar esa orilla; por eso, tal vez, el miedo decide detenerse y regresa cabizbajo a su centro. Intenta revertir la dirección del torbellino, y lucha a brazo partido contra la fuerza de gravedad. Quiere respirar, ver la luz del día y ser visto por un cielo amigo.
Las emociones se mueven, caminan, corren. Algunas veces, van en bicicleta disfrutando de la brisa juguetona de las sensaciones que producen en quienes las albergan; otras, se encaraman en una montaña rusa y las precipitadas subidas y bajadas dejan los cuerpos perplejos, tratando de desentrañar su mensaje una vez que el susto ha pasado.
Existen las emociones y sus movimientos; pero no el tiempo. La vida es el flujo de la existencia, materializada en la emoción. ¡Qué espurio es el viento! ¡Ni siquiera vive!
Son las nueve de la noche y no ha llegado. El tiempo no me interesa, es a la vida, atrapada en la boca del estómago, a la que presto atención: algo anda mal contigo, me susurra al oído y distingo un viento helado a punto de alcanzarme.
El torrente de vida que me toca se ha vuelto desesperanza. Todos los afluentes que podrían desembocar en otra emoción han sido clausurados. El tiempo no cuenta. Es la vida, y únicamente la vida.
Vislumbro en la lejanía una solución que crece al ritmo del desvanecimiento de la desesperanza. La añoranza me habla de la salvación. Bendita facultad, tan desdeñada, hasta el punto de considerarla la inútil de la casa.
–Revive esa primera emoción que experimentaste cuando estuviste por primera vez en Sevilla.
–Asombro. Asombro de encontrarme en un lugar que nunca pensé, que nunca imaginé, que nunca sentí; y, sin embargo, estaba ahí esperándome. Ahí estaban sus angostas calles empedradas por donde circularon tantos sentires, fuera de la mentira del tiempo.
–Y, ¿qué más?
–Había vida, mucha vida dentro de mí. Por mi cuerpo corrían todas las emociones que se quedaron ahí, atrapadas en Sevilla, flotando en la búsqueda de otros cuerpos para continuar con vida.
–¿Sabes que no estás regresando al pasado?
–El pasado no existe, y por eso no vuelve, pero la emoción sí que vive. Está aquí conmigo.
Al tiempo lo imaginamos para encuadrar la vida. A sabiendas que es una invención, no podemos deshacernos de él. Se ha vuelto un carcelero celoso de su deber. Pasado, presente y futuro nos retienen con poderosos grilletes. Y, si eso no fuera suficiente, el lenguaje es su fiel servidor; ríos de palabras por donde circula la ficción de la temporalidad, que no la vida. ¿Cómo expresar nuestras emociones prescindiendo de los tiempos gramaticales? Cruel paradoja que nos hace temer a lo que carece de vida: el tiempo.
[1] Soy María del Rosario Lara. Nací en Ciudad Juárez, Chihuahua, México. Estudié Sociología en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Terminé estudios de posgrado en University of Texas at El Paso, donde obtuve una maestría en literatura latinoamericana y en Texas Tech University donde estudié el doctorado en literatura. Mi tesis doctoral: El discurso subversivo en la obra periodística de Fernández de Lizardi fue publicada en el 2009 por Edwin Mellen Press. He colaborado en la revista Viceversa Magazine con artículos de opinión y relatos. La revista se publica desde la Ciudad de Nueva York. También he publicado en la revista Entorno, revista cultural de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez y mi cuento La vida en cuarentena se publicó en una antología de cuentos (2019) por la editorial Nordlys. He impartido clases de español y de literatura latinoamericana en SUNY-New Paltz, Francis Marion University y en West Point. Actualmente vivo en New Paltz, NY con mis dos hijas, María Fernanda Uribe y Ana Virginia Porrúa. Colaboro en el programa Bard Prison Initiative, donde imparto clases de español y de literatura en una de las prisiones del estado de Nueva York.