Por Aníbal Fernando Bonilla
Todavía quedan comensales en una cevichería ubicada en Otavalo (Ecuador). En los parlantes retumba Héctor Lavoe. Es un sábado de enero. Ana Rosa Torres concluirá en poco su jornada habitual, que se extiende por más de diez horas. “Estoy extenuada” —parecen decirme sus gestos—. Ella trabaja como mesera, sin beneficios de ley, ni afiliación a la seguridad social. Percibe un salario de trescientos veinte dólares, con turnos semanales que incluyen sábados, domingos y feriados. Algo que ya hizo en otro establecimiento de comidas, y, más tarde, en un asadero de pollos, en similares condiciones, por doscientos dólares: “el dueño es un tipo de mal genio, nos gritaba y explotaba mucho”, asevera. Aunque no dista en demasía con su situación presente. Ella es migrante venezolana, cuya precariedad laboral/contractual es parecida a la de muchos de sus compatriotas[1] (más de cinco millones diseminados por el mundo, según la ACNUR).
“Es lo único que me queda”, manifiesta… Nos acomodamos en una mesa. Pedimos algo para beber.
Entre el 2018 y 2019 tomó la decisión de salir de Venezuela, ante la crítica situación política y de inestabilidad económica. “La inflación se puso imparable e insostenible”, subraya. Desde aquel momento hasta hoy, apenas ha vuelto temporalmente en una ocasión, desplazándose otra vez a Ecuador tras la tragedia ocasionada por la pandemia del coronavirus. Antes lo hizo, maleta al hombro, recorriendo cientos de kilómetros a pie, en camión o en bus (tal como se grafica en nuestras carreteras), obteniendo la documentación reglamentaria. En tanto, su reingreso desde Colombia al territorio ecuatoriano ya fue de manera irregular, atravesando por trochas la frontera en el puente de Rumichaca.
—Muchas veces he pensado buscar otro empleo, pero es imposible, mi condición de venezolana me tiene marcada, parece que de por vida.
Niega a la par que inclina la cabeza. Toma su jugo de naranja sin prisa. La observo atento, hurgando en su rostro inexplorado. Elude la vista, algo cohibida. Será que no está acostumbrada a ser entrevistada. De piel con tonalidad clara y sonrisa afable. De cabello largo azabache. Sus 45 años reflejan la plenitud de la vida. Me reincorporo al objetivo medular de la conversación.
—Soy de Portuguesa (estado cuya capital es Guanare). Ahí estudié la primaria y el bachillerato. En Caracas obtuve la licenciatura en Administración, Mención en Recursos Materiales y Financieros, en la Universidad Nacional “Simón Rodríguez”. También alcancé una tecnología superior en Presupuesto en el Colegio Universitario “Caracas”.
Reconoce haber tenido inconvenientes en los lugares en donde ha laborado:
“he dado mal el vuelto, ante lo cual el jefe me ha descontado de mi sueldo. También al inicio tenía problemas por mi dialecto. Era un desastre (vuelve a sonreír). Pero lo que más me revienta es la manera que tienen ciertos hombres para molestar. Son morbosos. Quieren abusar porque soy mujer y extranjera, haciéndome propuestas indecentes. Queriendo acostarse conmigo. Algunos son solapados, pero otros van directo al grano. Son groseros. Cuando se dan estas cosas me pongo fatal. Sabes, chico, ahí es cuando más extraño mi país, mi gente. En otras ocasiones, en cambio, hay clientes que no quieren que les atienda porque se enteran que soy venezolana”.
No insisto en el tema. Me parece incómodo para ella. Indignante para una mujer. Desalentador para una sociedad que a través de sus leyes viene reivindicando el derecho a la movilidad humana, pero en la práctica no aplica el principio de solidaridad en la convivencia común. La categoría de refugiado es una entelequia. Al contrario, se impone la intimidación o el acoso aprovechando una circunstancia vulnerable y de debilidad. Es palpable la xenofobia como comportamiento primitivo en pleno siglo XXI. Cuando es bien sabido que desde el origen de la especie humana se instituyó su tejido migrante.
Desarraigo, la melancolía de la patria ausente
Ana tiene dos hijos de 16 y 22 años residiendo en Venezuela. Una de las razones por las cuales lucha. El padre de ellos también es venezolano.
“Él está por allá. Nos separamos. Es difícil la ausencia de los seres que amas. Me hace falta mi familia, mis padres. Es doloroso estar sin los míos. La distancia entristece, junto con el recuerdo. No sé si esto es lo mejor o lo peor. Pero al menos aquí tengo comida, vivienda, vestimenta, algo que en Venezuela escasea (así como el agua potable, medicinas, papel higiénico). Cuando puedo les envío algún dinero”.
El desarraigo se advierte en Ana como una manera obligada para alcanzar el bienestar anhelado. Y como horizonte que señala su futuro. Aunque eso traiga incertidumbre. Nostalgia. Temor. Consciente de que esta decisión conlleva consecuencias sociales, económicas, culturales, emocionales. Como dice Leonardo Padura “Todos los exilios tienen un componente traumático. Para muchas personas salir de su tierra y llegar a otra es abandonar una vida y encontrarse con una diferente, ya comenzada, que tienen que aprender a armar desde el principio y eso puede ser fuente de muchos conflictos mentales”[2].
Sobre la remuneración mensual confiesa que le alcanza “con las justas, a veces no. Pero ¡qué más me toca! El restaurante me absorbe, es imposible buscar otro trabajo extra”.
¿Alguna situación especial o anecdótica?
“No muchas. En alguna ocasión llegó un borracho que no quiso pagar la cuenta. A veces se olvidan billeteras o algunos objetos como gafas o prendas de ropa. Lo que más me duele es que en la noche viene bastante gente pobre a pedirnos ayuda para comer. Entre ellos están mis hermanos venezolanos”.
Ella proyecta en dos o tres años un emprendimiento gastronómico en Otavalo, ya que gusta de esta ciudad por su tranquilidad, fuera del estrés. Y sobre todo, “con mis papeles en regla”. Para lo cual aspira su regularización a través del registro gubernamental, implementado desde septiembre del 2022, con la obtención del certificado de permanencia y posterior visado.
En el último quinquenio se ha dado un masivo traslado de sus coterráneos a suelo ecuatorial; según estimaciones en la actualidad residen más de medio millón de venezolanos, unos de paso y otros de forma permanente. Quienes están de tránsito fijan su destino en Colombia, Perú, Chile, Brasil, Argentina y, con más audacia, Estados Unidos[3].
Nos callamos. Pongo la grabadora en off, al igual que el diálogo. Parece que las palabras precisas fueron dichas sin artificio alguno. Nos despedimos. Yo me quedo en la mesa con el último sorbo de cerveza Club, repensando la tertulia. ¿Le pregunté todo lo atinente a la cuestión planteada? ¿Quedó algo inconcluso en el tintero? ¿Cuántas Anas estarán en igual condición, expuestas en restaurantes, almacenes, comercio ambulante, bares, semáforos, ante tristezas prolongadas, afectos pendientes, reminiscencias pasadas, carencias diarias, retornos lejanos, miradas libidinosas?
Salgo de la marisquería. Me cuestiono hasta qué punto alguien que abandona su tierra natal lo hace de un modo total o categórico. ¿Acaso una fuerza interior permanece indisoluble alimentando la evocación de la identidad personal, aunque físicamente no esté en el sitio de nacencia?
El frío cala en los huesos. La calle transpira pavimento. Las estrellas merodean el cielo. Y las palabras de Ana aún retumban en mi mente.
La vida es una sucesión de luces y sombras. Con deseos y esperanzas, que muchas veces se fragmentan y caen en pedazos, ante lo que cabe rearmar una y otra vez aquellas piezas que componen esa vida, como símbolo de resistencia frente a la derrota. Ya que a fin de cuentas “No importa / que vengas o vayas: // Siempre te seguirá / un trozo de suelo // o una mirada arisca / declarándote extraño”[4].
[1] Evaluación a personas refugiadas y migrantes en Ecuador, Grupo de Trabajo para Refugiados y Migrantes (GTRM) 2022: https://www.acnur.org/noticias/press/2022/7/62e29f874/una-evaluacion-a-personas-refugiadas-y-migrantes-venezolanas-en-ecuador.html
[2] Como polvo en el viento, Tusquets Editores, 2021, tercera edición, p. 265.
[3] Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes (R4V). Ver en: https://www.r4v.info/es
[4] De “Migrancia”, extraído del poemario Los éxodos, los exilios (1994-2014), de Alfredo Pérez Alencart, Universidad de San Martín de Porres, 2014, p. 68.