Por Paula Guillén[1]
Solo las personas que creen en los augurios pudieron haber previsto lo que ocurriría ese día.
Hanna se levantó 30 minutos más tarde de lo habitual, de manera que, por primera vez en siete años, no le dio tiempo de maquillarse (mucho menos de hacerse su habitual eye cat). Durante el desayuno, notó un extraño sabor amargo en su avena con leche de almendras, plátano y fresas, así que decidió agregarle un poco de endulzante.
De camino al trabajo, en el transporte, comenzó a sentir un leve, pero persistente dolor en el pecho. Lo atribuyó a la presión que ejercían sobre ella las decenas de personas con las que compartía el vagón del metro de la línea 9 con dirección a Tacubaya.
Pasaron dos o tres horas de su jornada laboral y el dolor persistía. Sin embargo, ella no dejaba de pensar en lo demacrada que se veía a causa de la falta del maquillaje que tan bien ocultaba sus ojeras negras y la palidez natural de su piel. Cuando su jefe la vio, la mandó de vuelta a casa para que descansara. Hanna ignoró la orden, pues, de acatarla, al día siguiente tendría una carga doble de trabajo y ya había hecho planes: quería salir temprano para ir a la plaza; pensaba aprovechar la promoción de 3×2 en toallas sanitarias, que incluía una taza de colección de Hello Kitty.
El reloj marcó su hora de salida y Hanna, más muerta que viva, emprendió el camino de regreso. Salió de la oficina aún con dolor en el pecho. Pensó en ir al doctor, pero desistió; no soportaría escuchar por enésima vez, después de que éste le recetara unas pastillas de valeriana: “Debes dejar de estresarte, tómate las cosas con calma”.
Se dirigió al metro. Como de costumbre, Tacubaya estaba atestado de gente; tal parecía que allí dentro de la estación se estuviera celebrando el mismísimo Vive Latino. Justo en el momento en el que las puertas del vagón se abrieron, Hannah sintió una punzada mucho más dolorosa que le hizo perder el conocimiento.
El funeral fue en su casa. Asistieron sus amigos, su novio e, inclusive, su jefe; este último lamentó profundamente su fallecimiento, pues jamás, en sus veinte años de experiencia, había conocido a alguien tan eficaz como ella. Después de que sus parientes llevaran a cabo los respectivos rituales católicos, sirvieron tamales y chocolate para los invitados (porque, claro, las familias de los difuntos, aparte de todo, deben ofrecer comida).
Por la noche ya se habían ido los dolientes y la familia decidió dormir algunas horas; la cremación sería al día siguiente. El ataúd donde descansaba Hanna se quedó en la habitación contigua a aquella que ocupó en vida.
El reloj marcaba las 3:00 de la madrugada cuando la tapa del ataúd se levantó. Hannah se fue incorporando poco a poco, hasta que pudo sentarse y, eventualmente, ponerse de pie. Más pálida que nunca, se dirigió a su recámara para untarse los labios, por última vez, con su adorada barra Ruby Woo. El embalsamador le había puesto un horrible color rosa que no combinaba con su nueva tez.
[1] Paula Guillén es licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por parte de la UNAM. Da clases de Español y Literatura; además, tiene una librería virtual llamada Libros de la Casa de Adela, también vende maquillaje. En enero del 2023, publicó el cuento “Cinco rituales para sobrevivir” en la antología núm. 14 de Especulativas.