Vox populi… ¿Vox dei? Sobre el manejo político de la fe

Por Carlos E. de Tavira[*]

El uso de la razón práctica, como diversas tradiciones filosóficas han esgrimido, tiene por dificultad esclarecer la vinculación y la diferenciación entre la política, el derecho, la moral y la religión. Tenemos, por ejemplo, el proyecto de secularización, propio de la modernidad política, que en su despliegue histórico pretendió fijar una taxativa división entre lo público y lo privado, purificando al Estado y al derecho de toda determinación subjetiva y religiosa. Lo que en México se expresó mediante la promulgación de las Leyes de Reforma no fue la fortuita realización de la genialidad de Juárez, Iglesias o Lerdo; fue, más bien, el resultado civilizatorio de una voluntad general deseosa de fundarse a partir de la idea de ciudadanía. Vale señalar, antes de retomar un paso fluido, que ello ─la secularización de la política y del derecho─ de ninguna manera sugiere la eliminación o censura del credo religioso, sino que se dispone a darle rienda suelta a las libertades de pensamiento y de profesión de fe sin el yugo de una hegemonía teocrática, de modo tal que la agencia religiosa dependa de cada individuo y comunidad, sin sobreponer una a las otras.

La fundamentación secular de lo político, a grandes rasgos, propone que cada ciudadano y ciudadana es libre e igual al resto, y que el disfrute de sus derechos individuales y sociales sólo es posible mediante el respeto de los derechos ajenos. Nos recuerda poco a la famosa leyenda que yace bajo toda imagen de Juárez, ¿no es cierto?

Ahora bien, la pregunta que consecuentemente nos aborda refiere a lo siguiente: si las creencias religiosas son particulares y no pueden ser homologadas sin vulnerar el derecho del resto de la ciudadanía, ¿qué fundamento o valor puede hermanar a cada sujeto adherido al contrato social para dirigir el sentido de las leyes y de lo político? Kant nos diría que la brújula intersubjetiva debiera ser, pues, la razón. Si cada ciudadano y ciudadana se sirviera de su propia razón, podría darse a sí mismo normas de manera justificada y consciente, elevadas a un grado de universalidad. Asimismo, dice Kant en los Apéndices de Hacia la paz perpetua, en su formulación trascendental: “Todas las acciones referidas al derecho de otros seres humanos que no sean compatibles con la publicidad son injustas”[1].

Una elaboración bastante distinta es la nacida del marxismo, pero que de la misma manera advierte las consecuencias del acompasamiento entre la religión y la política. Traigamos a colación, por un momento, la interpretación althusseriana[2] del esquema topológico de Marx expuesto en el prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política; es decir, la clásica diferenciación entre ‘estructura’ y ‘super estructura’. Louis Althusser no vacila en arrojar luz sobre la función reproductiva de la superestructura por medio de la ideología. Con unos cuantos pincelazos podríamos resumir que el Estado como dominación de clase, requiere de Aparatos Ideológicos (AIE) como la religión y la escuela, para reproducir a las fuerzas productivas de modo que ellas mismas acepten su destino de explotación veladas por la ideología dominante. La trascendencia de la crítica marxista, a través de Althusser, nos invita a pensar al Estado más allá de su estructura administrativa y coercitiva, sino que se presenta como un rostro amigable que, por medio del discurso, propicia la aceptación particular de las condiciones de explotación; cuyos ritos, ceremonias, y espacios coexisten y armonizan con la otra cara más coactiva y dominante del poder gubernamental y militar, similar a la mítica figura de Jano, el dios romano de los dos rostro que miran en ambas direcciones.

En efecto, los caminos del contractualismo (de Rousseau y Kant) y del marxismo no se cruzan ni corren en paralelo, sino que se dirigen a entendimientos del Estado por completo excluyentes entre sí. No obstante, lo que nos interesa destacar es que se colocan en bandos similares cuando se trata de denunciar los riesgos de fundamentar el poder político y el derecho sobre la base de un credo religioso. Para ambos (marxismo y contractualismo), el riesgo es un aletargamiento en el que se deja la justificación de las normas y del poder en manos de una autoridad ideológica, renunciando así al uso crítico de la razón. 

Tanto la vena formal como la sustantiva de la democracia exigen liberar a la ciudadanía de todo margen de diferencia y privilegio en la toma de decisiones y deliberación pública. Ahora bien, tal como fue patente en el afamado intercambio entre John Rawls y Jürgen Habermas[3], el lugar que deben ocupar las “doctrinas comprehensivas” ─como las llama el filósofo de Harvard─ en el proceso de debate público no es sencillo de determinar. Por un lado, existen las posturas que sin chistar exilian todo rastro de religiosidad del debate cívico; por otro, nos encontraremos con posicionamientos que admitirán y alentarán sin reserva los argumentos religiosos, empuñando la bandera del multiculturalismo pero que corre el riesgo de perder de vista las fronteras entre lo público y lo privado. Una tercera mirada, que corre con menos suerte que las otras dos, defiende una autodeterminación radical de las comunidades religiosas y culturales, donde los muros de la diferencia son, en efecto, tan sólidos y herméticos que impiden la filtración de un sentido de ciudadanía más amplio que el del propio grupo de identidad directa.

La primera mirada radica en desafanarse del problema religioso, arrojándolo al mundo de lo privado, donde la política no tiene lugar; la segunda, suele propiciar dificultades como el avasallamiento de movimientos político-religiosos capaces de subyugar a las creencias divergentes; la tercera, aunque “pacífica”, propicia la atomización de la ciudadanía en comunidades aisladas. Tal dilución del derecho no debe simplificarse, según pensamos, pues puede tender a la relatividad contextual de un particularismo opaco. Dejemos en el tintero esta cuestión, ya que nos ha servido para delinear nítidamente los contornos de una ulterior problemática específica que aquí nos incumbe.

Cuando se trata de escudriñar en la compleja relación entre democracia y las confesiones religiosas, resaltan de inmediato las distintas fórmulas que suelen resolver la discusión a partir de la “irrebasabilidad”, principios normativos como son la libertad de credo o la laicidad del Estado; empero, la democracia, en su estado más bruto y concreto, se resbala a dichos principios sin propiamente negarlos. Ello acontece, muy sencillamente y sobre todo, mediante las inevitables rendijas de los sistemas electorales modernos. No es novedosa, mas sí es claramente ilustrativa, la comparación entre la competencia electoral y la competencia empresarial; ambas se constituyen sobre la premisa de captar un mercado, ya sea por el pleno empate de intereses o por la nebulosa vía de la persuasión.

 Volviendo varios siglos atrás, podemos recordar que Cicerón inicia su De la invención de la retórica afirmando que del discurso emerge lo público, y que la elocuencia, sumada a la sabiduría, es capaz de organizar a los seres humanos; no obstante, la elocuencia puede estar sujeta al abuso y pervertir a las ciudades[4]. La retórica, cuyo fin es persuadir mediante el decir, es un elemento inexorable para la definición del resultado de toda disputa política; es el medio de cooptación por excelencia. Así pues, hemos de reconocer, de aquí en adelante, que no hay discurso político libre de ideología, y cuyo fin no sea la persuasión.

Incluso una era secular como la nuestra es testigo de infinidad de intentos de persuasión política mediante la interpelación religiosa. Sorprendentemente, suelen brotar en los movimientos de oposición apelaciones a la esperanza en el cambio y la transformación, nada distante de un acto de fe. La estrategia contestataria, aunque bien puede acertar en la crítica del status quo o de la clase que actualmente ejerce el poder, tiende a resolver el imperativo de cambio mediante una solicitud pública de un voto de confianza. Dicho en otras palabras, los movimientos opositores suelen decantarse por la vía persuasiva e ideológica más eficaz, la de la fe política en personajes, valores y símbolos. Ahora, si seguimos este hilo argumental llegaremos a la conclusión de que, aun si los movimientos opositores parten de una crítica correctamente estructurada, el ascenso al poder y la legitimación de un nuevo orden descansan sobre valores religiosos y no propiamente políticos.

La esperanza y la fe pueden representarse performativamente en el inconfundible ejercicio de saltar con los ojos vendados, confiando en que habrá una urdimbre de brazos esperando recibir el cuerpo a salvo. Lo que debiéramos preguntarnos es si la política puede y debe sostenerse sobre el endeble argumento de la confianza ciega. ¿Le es lícito a la ciudadanía vendarse los ojos y dejarse caer, por el simple hecho de coincidir idiosincrásicamente con un movimiento político?, ¿es el sufragio un ejercicio similar al salto de fe?

La clásica sentencia vox populi, vox dei puede ser interpretada de un modo similar al arriba expuesto, en tanto la victoria en las urnas corresponde al triunfo de la feligresía de un proyecto. La esperanza cubre los ojos de la razón pública e inviste en el representante una autoridad ideológicamente elevada allende la política, ya que destila un sentimiento más allá de la certeza.

 La duda y el cuestionamiento público son una verdadera piedra de toque del éxito de un régimen democrático; empero, fatídicamente, el principio de la fe implica anestesiar los cuestionamientos y temores, entregando el porvenir a un proyecto político y a determinadas personalidades. El conflicto y el debate cívico simbolizan la moneda de cambio de la democracia, en tanto el consenso requiere del encuentro y argumentación de la diversidad discursiva. La fe política, por otro lado, propicia la disolución de la alteridad y la homologación del discurso; desterrando el debate, en tanto mina y obstaculiza el plan divino votado en las urnas.

La democracia, para liberarse de valores religiosos, deberá desvendarse los ojos y exigir de la ciudadanía una deliberación y participación perennes, que no confíe puerilmente en la representación pública y la vigile. Una ciudadanía ilustrada (en el sentido kantiano) deberá estar permanentemente expectante, asumiendo el deber público de manifestar abiertamente la crítica y denunciar sus contradicciones, teniendo siempre presente la sentencia de Rousseau: “Nunca se corrompe al pueblo; pero frecuentemente se le engaña […]”[5]

 

[*]Carlos E. de Tavira: Licenciado en Pedagogía por la Facultad de Filosofía y Letras UNAM. Estudiante de posgrado en Humanidades, en la línea de Filosofía Moral y Política en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Sus temas de interés son Teoría y Filosofía política y Problemas contemporáneos de la educación.

 

[1] Kant, I., Hacia la paz perpetua, CTK E-Books, Ediciones Alamanda, R. Aramayo (trad.), Madrid, 2018, p.122.

[2] Cf. Althusser, L., Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Freud y Lacan, Ediciones Nueva Visión, J. Sazbón (trad.), Buenos Aires, 2003.

[3] Debate compilado en: Habermas, J. & Rawls, J., Debate sobre el liberalismo político, Paidós, Barcelona, 1998.

[4] Cf. Cicerón, M., La invención de la retórica, Editorial Gredos, S. Nuñez (trad.), Madrid, 1997, pp.87-89.

[5] Rousseau, J.J., Contrato social, Libro Segundo, Cap. III, Austral, F. De Los Ríos (trad.), Madrid, 2007, p. 58.

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Un comentario

  1. Alessandro Pizzorno en “sobre la racionalidad de la opción democrática” hace un llamado de atención a las teorías económicas de la democracia, utilitarias o racionales como argumentación pesada a la hora de optar por tal sistema y el acto mismo del ir a votar. En su recorrido llega a las “teorías simbólicas de la política” y haciendo mención a su colega Parsons expresa que es inconcebible la utilización del voto para la obtención de un “beneficio” personal, en tanto que ningún votante común está en condiciones de saber cuál es la mejor política para el bienestar de su país. Ante diferentes opciones, propuestas, programas, promesas y ante la imposibilidad del control total de los datos antes de su elección y posterior a ella, el votante asume lo que se denomina como “acto de fe”; buscando con esto solo reafirmar un vínculo de “solidaridad” que lo una a cierto grupo y le de seguridad ante la incerteza de la otra opción. La impotencia que se acrecienta en el espectáculo teatral de la política empieza a inclinarse hacia ideas de deliberación y participación, tal como se menciona en este texto, para de una vez por todas subir al escenario, y hasta poder correr el telón.

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