Susy Delgado y “La sangre Florecida”
Por Ximena Cobos Cruz
Una parte importante del trabajo de las colectivas, charlas, círculos de estudio y clubs de lectura que se dedican a la visibilización de la literatura escrita por mujeres ha buscado resaltar la enfermedad como uno de los intersticios poco explorados en torno a esa larga lista de temas que intenta responder una pregunta cuyo fin quizá se halle equivocado: ¿Sobre qué escriben las mujeres? Dicha pregunta me cuestiono si quizá está mal intencionada, pues parece ser uno de los cuestionamientos que busca cierta respuesta en la cual encerrar la categoría mujer como absoluto; más aún, un camino hacia el reduccionismo que trata de responder la otra gran pregunta ¿existe la literatura femenina? ¿Son, entonces, las preguntas que nos hemos hecho hasta ahora respecto a la escritura de las mujeres las correctas? No puedo decir que sí, pero tampoco negar su pertinencia. Me resta cuestionar el camino que esas preguntas han seguido en torno a sus respuestas y cuestionar también la manera en que han sido formuladas.
Andrea Franulic, en ¿Qué es la política de la identidad?, señala que la máxima pregunta que no ha podido responder el feminismo es ¿qué es ser mujer? No obstante, Franulic propone y explica, basada en la idea de la política de las mujeres, cuyo principio fundamental es la muerte del patriarcado, que implica, a su vez, sacar el falo de la lengua, que aquella pregunta nos resulta tan problemática puesto que se ha generado desde la lógica patriarcal que busca un núcleo de sentido; es, pues, una pregunta ontológica. Para Franulic, entonces, lo pertinente no es ya quebrarnos el seso tratando de responder aquello, sino formular una nueva pregunta: ¿Quién soy mujer? La que implica una serie de respuestas que se sitúan a través de la experiencia desde el cuerpo sexuado.
Así pues, es desde la experiencia del cuerpo sexuado que me parece pertinente responder —para no desviar peligrosamente— la pregunta inicial ¿sobre qué escriben las mujeres? Evadiendo, claro y por convicción, la segunda pregunta sobre la literatura femenina, pues me posiciono en contra de aquella mezcla de palabras que hacen una frase cuyo sentido me resulta chocante, estereotipo. Las mujeres escriben —escribimos— del cuerpo y desde el cuerpo mismo, escribimos lo que vivenciamos a través del cuerpo. Resalta aquí la novela entera de Armonía Somers, La mujer desnuda. Entonces, las mujeres escribimos de la vida misma, de todo lo que en ella ocurre. Con esto quiero decir que no hay temas que sólo le competan a los hombres (como la guerra), pero sí temas que nosotras vivenciamos distinto (la guerra, otra vez, y la migración, por ejemplo). Empero, así como considero que no hay una lista cerrada de temas solo de las mujeres, no hay una forma única en que escriban las mujeres, no podemos caminar hacia ese encierro. La heterogeneidad que somos las mujeres supone una heterogeneidad de formas de habitar el mundo a través del cuerpo, así mismo, miles de posibilidades de escribirlo, de entenderlo y explicarlo por medio del trabajo literario.
Ahora bien, he llegado a este punto no sólo leyendo a escritoras que ahora forman parte de mi genealogía, también lo he hecho leyendo a las mujeres que caminan junto a mí, que están vivas y respiran —Odethe Osorio, aquí te nombro, poeta, que ha escrito desde la enfermedad, desde el cuerpo enfermo que busca explicarse al cuerpo sano—.
Empero, inicié este texto hablando precisamente de las mujeres que de manera activa están trabajando fuera de la academia en la visibilización de la literatura escrita por mujeres, y señalando que han resaltado la enfermedad como uno de los temas que poco se nombra, pues una de las líneas que este encuentro ha tomado es la de la novedad, sobre todo al leer a las mujeres contemporáneas, joves, vivas. Por eso la importancia de esfuerzos como los de Vindictas y muchos otros que se plantan desde la genealogía y la historización de la literatura.
Dice Marcela Lagarde que la construcción de genealogías desde el feminismo es importante y fundamental para borrar ese sentimiento de orfandad con el que crecimos. Negadas nuestras influencias, nuestras referentas, avivamos el fuego de la novedad pensando que las mujeres que ahora estamos escribiendo somos las primeras en tocar temas como el aborto, la sangre menstrual y el cuerpo enfermo. No obstante, si hacemos el trabajo de excavación profunda y revisamos los esfuerzos de otras arqueólogas de la literatura, podemos no sólo darnos cuenta de que la libertad de nuestros tiempos que permite hablar en rebeldía de estos temas por primera vez es mentira. Las mujeres nombramos aquello que nos atraviesa y lo escribimos desde siempre, porque lo que no se nombra no existe, y de nosotras se ha dicho que no existimos también desde siempre. Por eso cuando se pone el acento en nuestra existencia de pronto se singulariza y, peligrosamente, se quieren enlistar como una plana los temas que nos importan, cuando también debemos de ver cómo los desarrollamos, en qué contextos nos han interesado y de qué forma el contexto influye en la perspectiva, contra qué las mujeres estamos rompiendo. Es decir, los temas por sí mismos, en solitario, pueden ser causantes de un reduccionismo que aporte al desarrollo de la idea de una literatura femenina ceñida al género como construcción y cúmulo de mandatos sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas, y que, por ende, confunda sexo con género.
Así pues, en la negación que tanto se ha hecho de nosotras no existen nuestras enfermedades, nuestras dolencias, nuestras preocupaciones, nuestras necesidades. No existen tampoco nuestras maestras, mujeres que al leerlas nos demuestran que nuestras preocupaciones son las mismas.
Lagarde también señala que este esfuerzo de genealogía, de nuestras madres simbólicas que nos libran del sentimiento de orfandad, es un acto de justicia que reconoce la existencia de muchas mujeres antes que nosotras, que ya han ahondado, cuestionado, denunciado y señalado tantas cosas que a nosotras nos preocupan ahora, siglo XXI. Y cuando leemos a esas otras escritoras hablar desde el cuerpo sexuado, sobre esos temas que tanto centro han adquirido —y no digo que esto esté mal, pero sí que depende hacia dónde se encamine—, la menstruación, los abortos y la enfermedad, se nos revelan las diversas estrategias narrativas, la hibridación entre géneros que utilizan, y nos dan ideas para nuestro propio trabajo escritural y creativo, es decir, nos muestran caminos como ejemplo para salir de lo que nos encierra, de las cosas que se nos han enseñado formalmente sobre la literatura, sobre la manera de hacer narrativa, los márgenes genéricos.
Volviendo a la enfermedad, “el cuerpo desde el que me habito y me reconozco mujer” tiene sus particularidades, las cuales no siempre han sido tomadas en cuenta desde la medicina. Son, por fortuna, muchos ya los trabajos que hablan al respecto, que versan sobre los estudios de enfermedades y las pruebas de medicamentos que no consideran el impacto en un cuerpo sexuado, antes bien, parten de una idea de neutralidad genérica que oculta que la norma y referente siempre se ha cifrado en masculino. Por ello es pertinente hablar de la enfermedad desde un cuerpo de mujer y observar cómo la literatura es la puerta que ha abierto los espacios de lo íntimo, reafirmando que lo personal es político —salve ¡oh! Calor Hanisch—.
Repito, “lo que no se nombra no existe”, si no hablamos de la enfermedad desde el cuerpo sexuado, del cuerpo de mujer enfermo, no sólo negamos su existencia, sino que caminamos el sendero de las exigencias de un cuerpo sano, eternamente dispuesto, joven. Sí, joven. Y es en esta juventud como mandato, que se entrecruza con el cuerpo sano como exigencia, que Susy Delgado, en “La sangre florecida” toca los límites de lo que no se nombra. El cuento se convierte en denuncia con una personaje envejecida, con alguna afección en el útero. Es entonces que reconocemos el horror no sólo como lo insólito, lo que irrumpe en el límite de lo cotidiano, porque la enfermedad también irrumpe, trastoca desde el cuerpo la existencia.
En “La sangre florecida”, Delgado atraviesa el camino que muchas han seguido, el de nombrar sin ser explícita, pero no por evasión. La autora elige con presteza volver metáfora la enfermedad, se sitúan en el horror al designar ésta como un bicho que va carcomiendo el cuerpo de la abuela desde dentro. Con ello, Delgado consigue una precisión sensitiva para quien la lea, transmite a la perfección el deterioro del cuerpo a través de lo insólito, vuelve real en la ficción la metáfora coloquial de la enfermedad que devora el cuerpo mediante un bicho tentacular que se extiende, metáfora de la enfermedad que se expande de un órgano a otro (¿del cáncer, quizá?).
Pero la enfermedad desde el cuerpo sexuado en “La sangre florecida” tiene más particularidades, un marco que nos permite resolver que en el fondo de lo insólito de un bicho que crece y se alimenta de los órganos de la abuela subyace la denuncia de muchas mujeres, contagiadas por su pareja, estigmatizadas, maltratadas en las visitas médicas, juzgadas por la sociedad y cuestionadas sobre su sexualidad desde la moralidad. El cuento entonces nos permite entreverar un testimonio con otro de mujer tras mujer que vivió en silencio.
Insisto, lo que no se nombra no existe, pero nombrar para transformar es otro paso. Así, el cuento de Delgado no se trata de una denuncia velada, sino directa, de las consecuencias que por siglos ha tenido sobre el cuerpo de las mujeres la vida licenciosa de los hombres. Baste con revisar la historia de la prostitución y su reglamentación para dar cuenta de cómo el estigma y la culpa por las enfermedades de transmisión sexual y afecciones uterinas ha recaído siempre en las mujeres como portadoras, focos de infección. Es a las mujeres en situación de prostitución que se les ha impuesto por el instrumento de la ley la responsabilidad de los chequeos médicos para no contagiar a los puteros. Nunca son ellos los que deben de realizarse exámenes médicos para proteger la salud de las mujeres que consumen.
En ese sentido, Delgado despoja del estigma a las mujeres a través de la abuela, la abuela cuyo acto de Justicia se vuelve extensivo para otras mujeres. Así, reconoce, piensa, y entonces enuncia, “lo que es trabajo de mujer, tiene que hacerlo la mujer” (Delgado, p. 131). De esta manera, son la abuela y la autora quienes hacen justicia. Así pues, el acto de hablar de la enfermedad desde la visión de las mujeres permite romper un secreto a voces y trastocar el orden de lo popular a través de denunciar de manera directa que “los males siempre vienen del varón, que nació para eso, para ser la perdición de la mujer” (Delgado, p. 136), contraviniendo aquella canción popular. Entonces, Susy Delgado subvierte lo conocido a través del lenguaje: la metáfora de la enfermedad y el contrasentido.
Bibliografía.
Delgado, Susy, (2020) “La sangre florecida” en Vindictas. Cuentistas latinoamericanas. Eds. Casamayor, Juan y Venegas, Socorro. UNAM, Dirección general de Publicaciones y Fomento Editoria- Páginas de Espuma, pp. 131-137.
Franulic, Andrea, (19 de marzo, 2021). “¿Qué es la política de la identidad?” en Escritos de Feministas Lúcidas, Feministas lúcidas. Disponible en: https://feministaslucidas.org/index.php/2021/03/19/que-es-la-politica-de-la-identidad-andrea-franulic/