Imagen: Facebook Mario Bellatín
Por Humberto Orígenes
Lo estético es un tema clásico de la literatura irlandesa. Desde John Keats hasta Seamus Heaney, sus letras no dejaron de lado las observaciones sobre lo bello. Oscar Wilde, en “El retrato de Dorian Gray”, reflexiona lo bello como algo a lo que debemos aferrarnos; no busca en su obra felicidad sino placer: “Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte”. Dorian mata a su autor a través de la obra y por ende también se mata a sí mismo, culminando el ciclo de la novela. “El arte esconde al artista mucho más de lo que lo revela”, asegura Wilde.
El autor demuestra, a través de la muerte del artista que retrata a Dorian y la muerte del propio Dorian, que “todo arte es completamente inútil”. Wilde decide apartarse de sus creaciones como un padre irresponsable: “El arte no tiene influencia sobre la acción”. Pero esta idea del arte por el arte se remonta a Keats, el poeta de quien dice Alfonso Reyes en su “Visión de Anáhuac”: “No renunciaremos —oh Keats— a ningún objeto de belleza, engendrador de eternos goces”.
Keats, como Wilde, otorga cierta letalidad a lo bello. Refiriéndose a la melancolía, John Keats dice: “Con la Belleza habita, Belleza que es mortal”. En su más célebre poema, Keats le canta “A una urna griega” que la belleza es perenne y lo único que importa en un mundo finito: Cuando a nuestra generación destruya el tiempo/ tú permanecerás, entre penas distintas/ de las nuestras, amiga de los hombres, diciendo:/«La belleza es verdad y la verdad belleza»…/ Nada más se sabe en esta tierra y no más hace falta.
Después vino William Butler Yeats, poeta laureado con el Nobel en 1923. En Yeats, como en Keats, abundan las exploraciones de lo bello, pero, a diferencia de Keats, sabe que lo bello es efímero y, a diferencia de Wilde, que no vale la pena combatir el desgaste físico sino valorarlo cada momento: “Cuando estés vieja y gris y soñolienta/ Y cabeceando ante la chimenea, toma este libro, / Léelo lentamente y sueña con la suave mirada/ Y las sombras profundas que antes tenían tus ojos.”
Sometido aún al designio de lo bello, Yeats clama: “La belleza hizo que el mundo fuera una senda de hierba/ Para que Ella posara sus pies errantes.” Según Yeats, el mundo fue creado para Ella, La Belleza. Pero reconoce los límites del reino estético con un par de versos: “Mas cuando esta alma del cuerpo se despoje /Y desnuda vaya a lo desnudo”. Y se rinde, sabedor de que todo termina: “¿Quién soñó que lo bello transcurre como un sueño?”
Al final, la herencia de la belleza irlandesa recae en Seamus Heaney, quien recibe Nobel en 1995. Heaney describe el arte generado por arranques coléricos del artista. El odio encausado en el mármol o el lienzo. Heaney escribió:
“Un artista”
Me fascina imaginar su cólera. /Su obstinación ante la roca, su contención/ de la sustancia de las manzanas verdes. / El modo en que supo ser perro ladrando/ frente a su imagen ladrando.
Poco antes del Nobel a Heaney, en 1994, aparece en México “Salón de belleza”, de Mario Bellatin, novela corta en la que se aborda el dilema de la homosexualidad y la exclusión a través del planteamiento de un futuro distópico azotado por una enfermedad. Funge esta obra como un análisis de las formas de expresión de género. Escribir “Antes de esperar en alguna concurrida avenida, ya travestidos nuevamente, ocultábamos los maletines en los agujeros que había en la base de la estatua de uno de los héroes de la patria”, denota cierta investigación sobre cómo operan los mecanismos de resistencia de la disidencia sexual.
En Bellatin, como en Heaney, hay belleza en las rocas y en los deslaves. No le asusta detenerse a observar el caso y preguntarle a la belleza a dónde se ha ido. Mediante una gran invención semántica, el Moridero, Bellatin propone una conversión de los santuarios de la belleza en lugares donde los infectados fallecen dignamente:
“El salón en algún tiempo había embellecido hasta la saciedad a las mujeres, no estaba dispuesto a echar por la borda tantos años de trabajo sacrificado. Nunca acepté por eso a nadie que no fuera del sexo masculino. Por más que me rogaron una y otra vez.”
El apocalipsis llegó cuando el salón de belleza no aceptó mujeres. “Aparte del Moridero, la única alternativa sería perecer en la calle”, dice el relato. Morir en el salón de belleza o en la calle son las opciones. Parece que la propuesta de Wilde es cara al mexicano: sería lo equivalente a morir por la belleza.
Por otro lado, tenemos la peste ficticia que azota a personas de la comunidad LGBT, metáfora del SIDA, en el entendido de Susan Sontag. Recordemos “El SIDA y sus metáforas”, publicado siete años después de su célebre ensayo sobre el cáncer, “La enfermedad y sus metáforas” (1977). Pero, aunque Sontag dice que “ya no es corriente poner en las necrológicas que murió «de una larga enfermedad»”, la obra de Bellatin recurre a un proceso larguísimo de deterioro no nombrado, cayendo así en lo que Sontag llama un lenguaje metafórico que disfraza una condición de salud como un “castigo por llevar vidas malsanas”.
“Invasor”, “guardianes”, “extranjeros”, son términos que pertenecen a un lenguaje de guerra que termina excluyendo a quienes viven con la enfermedad. Dice Sontag: “la enfermedad como una invasora de la sociedad, y a los esfuerzos por reducir la mortalidad de una determinada enfermedad se los denomina pelea, lucha, guerra.”
La antesala de la muerte es dolorosa: lo terrible es saberse moribundo. Volvamos a Yeats: “Un hombre que espera su final/ Teme y espera todo;/ Muchas veces murió”. Bellatin aborda el tema de la muerte digna: en el Moridero, “los médicos y las medicinas están prohibidos”. Y no es altruismo, pues el narrador confiesa: “No me conmovía la muerte como muerte. Lo único que buscaba evitar era que esas personas perecieran como perros en medio de la calle, o abandonados por los hospitales del Estado”.
Pero también hay amor en la enfermedad, amar un cuerpo deshecho: “Incluso un par de veces estuve en una situación íntima con aquel cuerpo deshecho”. Y continúa el narrador tratando de reintegrar al otro que es enfermo como él: “A pesar de que me parece estar acostumbrado a este ambiente, creo que para cualquiera sería ahora insoportable multiplicar la agonía hasta ese extraño infinito que producen los espejos puestos uno frente al otro.”