Por María del Carmen Suárez Alcántara[1]
Anoche vine, me quedé, pero hacía frío, me quedé afuera viendo las caras que aparecían a través del cristal; los comensales felices, la música suave y los meseros presurosos atendiendo a los clientes, y allí estaba el cuadro de la familia feliz, el niño que no deja de saltar de silla en silla de juguetear con el clásico juguete que mamá le ha traído para que no se aburra, mientras su padre lo mira con orgullo. Y allí me quedé viendo ese cuadro que pudo haber sido el mío, pero no sé por qué no fue, yo vine mañana esperando de nuevo verme con mi hijo, dándole de comer una sopa de crema con pan y entonces comenzó a doler, me comenzó a doler la sopa calientita, sí rica sopa calientita y no sé por qué pasó o cómo pasó, pero de repente el niño lloraba, se asustaba de verme, como si no me reconociera, por eso comencé a gritarle mi nombre, mi nombre:
– Dolor, dolor.
Entonces quise tocarlo y un ruido como de rayo cimbró el lugar y mi vestido blanco comenzó a teñirse de rojo y una voz de mujer se escuchaba a lo lejos:
– Que alguien la ayude se puso fuera de sí y rompió el cristal, está mal herida.
Fue entonces cuando un calorcito recorría mi cuerpo y comencé a sentir algo de paz al rezar a San Juan Bautista, a hablarle a Dios, a pedirle que no me quitara a mi hijo, que le prometía que iría a comprar el juguete de trapo más bonito del mundo para que él comiera sopa con sangre, pan y vino. Mientras del otro lado del cristal un hombre venía decidido a quitarme a mi hijo, a querer sujetarse tan fuerte que me rompería el alma en tres y entonces un muchacho comenzó a gritar:
– No se acerque, la mujer tiene un pedazo de vidrio en la mano.
Pero mi hijo ya se había ido, se había ido y yo me quedé allí, rezando, no me podía mover, porque mi madre decía que uno no se podía mover mientras estuviera rezando, pero por más que intentaba concentrarme había un murmullo alrededor mío, era el Arcángel Gabriel que me pedía que aliviara su dolor, que devolviera la daga sagrada a su lugar, todo mundo sabe que el lugar del Arcángel Gabriel es el estómago. Pero yo le decía que quería vivir para darle de comer a los gatos , los gatos son tan hermosos, sus ojos son tan transparentes que en ellos puedo ver mi vida, recordar, recordar, que algún día tuve nombre, que me llamaba Lesly, que me enamoré 365 días del año de un hombre que lo podía todo, que también tenía un nombre que por más que me esfuerzo, no lo recuerdo, pero el tiempo que lo amé sí lo recuerdo, me recuerdo, aunque esa que recuerdo no se parece en absoluto a mí, pero yo sé que era yo, porque aún siento el calor de sus besos en mis labios, en mi cuerpo, su sonrisa, su sonrisa la atrapé en una caja de música en donde se encuentra un pequeño espejo, espejo que no me reconoce, no entiendo por qué el espejo me mira como la anciana de negro, con mucha lastima, como si quisiera llorar al verme, quizás el espejo no recuerde que hubo un tiempo en que yo era feliz y sabía reír y pensar que ese hombre del que no recuerdo su nombre, sería el padre de mi hijo que llevaría su nombre y jugaría con el juguete de trapo que yo cargaría para que pudiera cenar en cualquier restaurante, pero no fue así porque ese hombre traía en la piel a otra mujer, bastaba con mirarlo para darse cuenta, pero yo no, yo no me di cuenta , hasta que apareció vestida de novia en una iglesia, era una iglesia grande, hermosa, era una iglesia llena de flores, de cantos con olor a sándalo y yo allí en primera fila… Pero los gatos son tan hermosos, siempre regresan a los lugares, es por eso por lo que hoy tengo que regresar a darles de comer, tengo tantos, ellos siempre me siguen, es por eso por lo que sólo hoy no voy a poder aliviar el dolor del Arcángel Gabriel…
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María del Carmen Suárez Alcántara. Actualmente Doctorante en Salud mental Colectiva y Maestra en Psicología Social de Grupos e Instituciones por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM-X). Actualmente sus líneas de investigación son los trastornos de conducta alimentaria en la web y el cristianismo. ↑