El distanciamiento social o “social distancing” es distinto a la idea del “distanciamiento físico”. Según nos muestra Luisa de Paula, es este un terrible error del lenguaje en el que políticos y medios de comunicación han incurrido. En un texto pleno de potencial filosófico y poderosas interpelaciones, se analizan diversas categorías que se relacionan con la cercanía y la distancia, el acompañarse y la soledad, el con-tacto y la fría indiferenciación de la “multitud de individuos”. Según esta autora nos explica, entrar en la comunidad virtual significa olvidar el primer lenguaje que aprendimos, el del tacto y el cuerpo, resultando empujados a perder y olvidar nuestra limitación corporal que son, a su vez, nuestra propia constitución. ¿Para un animal de manada, no es la soledad una verdadera enfermedad que amenaza su supervivencia? ¿Es posible de algún modo reemplazar el encuentro con el otro y la confrontación con la fértil imprevisibilidad del cara a cara? Con este texto, revestido de escrupulosas categorías filosóficas de Arendt y Levinas, nos vemos movidos a pensar, a poner en movimiento el sentido de nuestra experiencia, a cuestionar la soledad que parece ser el legado del ciudadano del siglo XXI.
En tiempos en que la realidad parece que nos excede la filosofía es un medio para transformar quienes somo
La otra pandemia. Sociedad global y soledad institucionalizada
En el breve espacio de este artículo quisiera iniciar una primera reflexión sobre los fenómenos de distanciamiento social y su representación en el imaginario común según dos claves interpretativas: la pérdida de la animalidad y la soledad institucionalizada. La hipótesis que aquí subyace es que la situación que vivimos no es tanto una larga fase de emergencia, como el epifenómeno de una lenta parábola socio-antropológica que en las dos últimas décadas ha sufrido un fuerte repunte.
Desde que la epidemia del covid comenzó a extenderse en Europa, un neologismo desconcertante hizo su aparición y se convirtió, en tiempo récord, en uno de los términos más populares e indiscutibles de nuestro léxico cotidiano: social distancing o distanciamiento social.
Está claro que el distanciamiento social no puede tener ningún efecto preventivo sobre la salud pública. Por el contrario, ahora sabemos que el aislamiento tiene efectos nocivos sobre el sistema inmunitario, que es a su vez la única arma eficaz contra el virus. Por ello, la OMS ha llamado repetidamente al orden a los medios de comunicación y a las instituciones, tratando de corregir esta anomalía lingüística endémica, y de evitar una percepción errónea y un malentendido contagioso de lo que debería ser la verdadera cuestión de las medidas preventivas. Sin embargo, la indiscutible autoridad de la OMS no parece haber sido especialmente eficaz: el uso atormentador y claramente inadecuado del término «social distancing» y su equivalente en otras lenguas está lejos de ser erradicado.
¿Por qué el término técnicamente correcto de «distanciamiento físico» no pudo establecerse? ¿Por qué la mayoría de los políticos y periodistas se sienten autorizados a incurrir con tanta ligereza en una inexactitud de lenguaje tan fuerte y sustancial, que en otros tiempos habrían prohibido cuidadosamente como una posible infracción de la práctica y la ética profesional? ¿Y por qué las fórmulas impropias que confunden una medida preventiva con un mandato anticonstitucional y antinatura de aislarnos socialmente constituyen nuestra forma habitual de hablar y pensar, hasta el punto de que ya no despiertan en nosotros ningún instinto de rechazo ni movimiento interior de rebeldía?
Las palabras nunca son inocentes, advirtió Foucault. La obstinación con la que persistimos en el error raya en la ostentación. Para el filósofo cuya misión es el cuidado del lenguaje y los conceptos, tal insistencia no puede pasar desapercibida. Para los que han hecho de la filosofía una práctica para entender la acción y la comunicación (es decir, la acción en común), parece un verdadero canto de sirena. La tentación de desmantelar esta alarmante anomalía normalizada del lenguaje es demasiado fuerte como para resistirse a ella, y esto a pesar de la certeza de la incertidumbre y los inévitables riesgos que tal operación conlleva hoy en día. O quizá sea precisamente por esa incertidumbre tan cierta que es como el sonido del despertador para un mañana más consciente y experimentado.
En primer lugar, debemos tratar de aclarar el lenguaje y preguntarnos a qué nos referimos cuando hablamos de «social distancing» o «distanciamiento social». Aparecida por primera vez en 2003 en inglés, esta expresión no debe confundirse con el concepto de «distancia social», que es más bien una de las cuatro dimensiones del espacio interpersonal identificadas por la proxémica y los estudios sobre la CNV en los años sesenta y setenta. Las investigaciones de Hall y Argyle, por ejemplo, fijan la medida de la distancia que las personas establecen instintivamente entre sí en la sociedad en un intervalo de entre 1 y 5 metros, dependiendo de la cultura de origen y de la situación concreta en la que los individuos se encuentran e interactúan. En el sentido psicológico y proxémico, la distancia social es, por tanto, uno de los índices positivos que permiten definir el tipo de relación entre las personas según parámetros espaciales y corporales. En cambio, el concepto de distanciamiento social vigente hoy se convierte en una medida negativa de interdicción.
Es interesante observar que, por primera vez en la historia de la evolución de los primates, la prohibición del contacto físico no se refiere solo a determinadas categorías de personas, como, por ejemplo, los infectados, los ancianos o los moribundos, sino que se extiende de forma generalizada e indiscriminada a todos. El aislamiento de las personas infectadas no es nada nuevo. En efecto, desde la antigüedad grecorromana, nuestra civilización conoce métodos y estructuras destinadas a garantizar la separación sistemática entre los infectados o los potenciales infectados y los que no lo están. Hoy, sin embargo, la estrategia cambia. El aislamiento no solo es obligatorio para los que están o podrían estar infectados, sino que se extiende de forma preventiva a toda la comunidad. El contacto físico con los demás se convierte, a priori, en una fuente de peligro.
Sin embargo, a pesar del mal uso de los términos, se supone que la dimensión social se preserva a través del encuentro virtual en mil plataformas digitales, fuera del espacio físico y al margen del cuerpo. El con-tacto se despoja de su dimensión más primitiva, el tacto, para pasar al plano del intercambio lingüístico e intelectual. La relación en la que yo entro con el otro pierde sus límites físicos y prescinde del espacio tridimensional y de compartir una situación particular. Muchas mentes se conectan de un continente a otro, saltándose el tiempo y el espacio. El cuerpo ya no es la carne y la sustancia del contacto, sino un aparato limitado y limitante en una hiperconexión infinitamente disponible y perpetuamente abierta. Para integrarme en un circuito global de información, debo perder y olvidar la naturaleza limitada del cuerpo. Para abrirme a la disponibilidad ilimitada del mundo, tengo que dejar atrás mi naturaleza de animal de manada y acoger al otro, cualquier otro a una distancia virtual indistinta e indiferenciada que es la otra cara de toda proxémica.
Sin embargo, mi cuerpo sigue estando ahí y me grita silenciosamente que falta algo: la corporeidad del con-tacto, la fluidez tridimensional en la que puedo captar la expresión de un rostro, el calor de un espacio compartido, las limitaciones materiales que permiten que la presencia de los demás se manifieste a mi sensibilidad como placer o molestia. El animal de manada que hay en mí se rebela contra esta hiperconectividad que a cada momento amenaza con suplantar toda conexión con el mundo físico y toda proximidad carnal con mis compañeros. La serie de rostros que se suceden en la pantalla al ritmo de una agenda insensiblemente densa no consigue implicarme ni devolverme a esa densidad milagrosa del encuentro de la que solo, siguiendo a Levinas, pueden surgir las campanadas vitales del tiempo vivido. El no-lugar poroso e intrusivo del espacio virtual despoja a mi mundo inmediato de profundidad y atención y difumina sus contornos en la plana indiferencia de sus infinitas posibilidades. La realidad física se convierte en un apéndice insignificante de una hiperrealidad cruelmente insensible a la irrepetible singularidad de la presencia.
Entrar en la comunidad virtual significa olvidar el primer lenguaje que aprendimos: el del contacto físico con nuestros semejantes. Aristóteles ya había identificado el tacto como el más esencial y primitivo de los sentidos humanos. Hoy sabemos que, en el animal humano, el tacto es el primer sentido en desarrollarse y el último en deteriorarse. Por eso el calor del cuerpo de los padres puede calmar instantáneamente el llanto de un bebé. Y es por eso que tomarse de la mano o tocarse puede reconfortar el sufrimiento extremo, incluso cuando el discurso esté condenado a la impotencia.
La importancia del contacto para la supervivencia es más crucial en la especie humana que en otros mamíferos, porque la cooperación es la única ventaja evolutiva indiscutible de los humanos sobre los animales dotados de cuernos, púas o colmillos, y porque es el contacto físico el que cumple la función de cimentar los vínculos primarios de pertenencia al grupo de los que depende la cooperación. La reciprocidad, el sentido de pertenencia y la gratificación social son indispensables para la salud humana porque mantienen en equilibrio el sistema fisiológico de recompensa a través de neurotransmisores y hormonas esenciales, como la dopamina y la oxitocina. Esto quizás explique, a nivel evolutivo, por qué el cachorro humano es «fisiológicamente prematuro»: a diferencia de otros primates, y en función de una gestación más corta, su sistema sensorial y motor básico sigue desarrollándose también después del nacimiento a través de los contactos con los padres, que también construyen los vínculos afectivos y el sentido de pertenencia. Cuando se desprende del vientre materno, el bebé humano sigue necesitando el cuerpo de su madre y de su padre para sobrevivir, y sigue necesitando el contacto estrecho con sus semejantes durante toda su vida.
Desde la cuna hasta la tumba, el animal humano debe ser capaz de constituir cuerpos sociales con otros individuos de su especie para poder satisfacer incluso sus necesidades más básicas. Esto sigue esiendo cierto también para los que vivimos en sociedades muy complejas cuya evolución parece ir de la mano de una potenciación indiscriminada de los márgenes de autonomía individual y de una escotomización sistemática de los lazos de interdependencia que constituyen nuestra estructura de existencia y simple supervivencia. Hoy más que nunca, el individuo aislado no podría buscarse alimentos, calentarse en invierno, construir una casa para refugiarse de la intemperie y objetos para protegerse del peligro. Bajo la apariencia de un sujeto emancipado, el hombre del siglo XXI es más que nunca un animal vulnerable y totalmente incapaz de sobrevivir fuera del grupo. Las mil ramificaciones del cuerpo social siguen constituyendo, para el animal humano, una extensión natural de su cuerpo. Solo que la fluida complejidad de este cuerpo y sus innumerables ramificaciones más allá del espacio físico y de la dimensión de la proximidad tienden a dispersar sus contornos y a hacernos perder el sentido de la dependencia y la pertenencia. Nos sentimos solos y desarraigados, y paradójicamente es ahí donde se originan los fenómenos de radicalización de los jóvenes: una búsqueda exasperada de arraigo en un mundo globalizado que los considera superfluos; la necesidad de recuperar alguna forma elemental de pertenencia al rebaño y sus leyes más allá de la indiferencia uniformadora y la soledad anómica que se esconde tras un evangelio falsamente igualitario.
Para un animal de manada, la soledad es una verdadera enfermedad que amenaza su supervivencia. De ahí, el aumento de los suicidios, el agotamiento y la depresión que ha llevado recientemente a algunos estados a decretar la salud mental como una verdadera emergencia nacional. El aislamiento social y la pérdida de contacto con nuestros compañeros es una causa más peligrosa de muerte prematura que el tabaco y el alcohol. A nivel neurológico, un sistema de recompensa insatisfecho produce, entre otras cosas, el efecto de llevar al individuo a buscar compulsivamente comida, bebida, cigarrillos y cualquier otra cosa que pueda sustituir la presencia física de sus semejantes. Los estudios sobre las fibras C aferentes del tacto que se remontan a la década de 1980 arrojan algo de luz sobre estos fenómenos, al mismo tiempo que nos ayudan a entender por qué la videoconferencia nunca será tan buena como una reunión cara a cara. Estos estudios ilustran el efecto dominó del contacto experimentado como placentero y proporcionan una explicación de por qué cuando estamos solos, el estrés parece intensificarse y tendemos a angustiarnos más fácilmente. De hecho, la fisiología humana es la de un animal de manada que necesita a otros animales para regular los niveles de cortisol en sangre, la presión arterial y el ritmo cardíaco. Fuera de la manada, el animal humano es más vulnerable y tiene la justificada sensación de estar expuesto y desprotegido.
El hecho de que el hombre sea un animal fisiológicamente programado para vivir en pequeños grupos también explica por qué el ideal de una pietas perfectamente racional e incorpórea está probablemente aún muy lejos de nuestro estado actual de evolución. Necesitamos ver y tocar el rostro de una persona para reconocerla como nuestro semejante y poder discernir en ella la huella de la familiaridad, el atractivo de la empatía y —potencialmente— el signo de la trascendencia. Los dirigentes de la Gestapo y los funcionarios de los campos de concentración tuvieron que responder a la orden de no mirar a la cara a sus víctimas. Ocultando personas y rostros detrás de estadísticas anónimas y abstractas, la tecno-burocracia y su aparato ideológico operan hoy en día bajo el mismo principio.
Autores como Emmanuel Levinas y Hannah Arendt han identificado la racionalidad kantiana desencarnada como raíz fundamental de los fenómenos antisemitas y totalitarios. Lejos de promover el bienestar y el progreso, la alienación de nuestra naturaleza más instintiva y animal corre el riesgo de vaciar la razón humana de toda sustancia vital, reduciéndola a un mero conformismo lógico.
El tema de la degradación del pensamiento al esquematismo (ideo)lógico ha sido desarrollado por Arendt en un sentido especialmente fructífero para la comprensión de la situación actual en el ensayo Ideología y terror. Según Samantha Rose Hill, este breve ensayo de Arendt arroja una luz especial sobre el papel que desempeña la soledad en la creación de la espiral de impotencia y miedo que constituye el proprium de los regímenes totalitarios. Marca del totalitarismo contemporáneo y su característica distintiva de las dictaduras del pasado, el terror se cimenta en el terreno (a)social de una masa de individuos aislados entre sí, pero idénticos respecto al conjunto masificado que constituyen. El rasgo característico de la sociedad de masas es que destruye el espacio del pluralismo y la diferencia para reducir cada componente a lo idéntico e impedir cualquier capacidad de acción.
Hay que tener en cuenta que para Arendt, la acción (das Handeln) es por esencia plural, y no puede tener lugar en soledad porque requiere la mirada y la participación de otros. Arendt distingue la singularidad imprevisible y creativa del actuar plural de la repetitividad idéntica del mero hacer, que es la base del trabajo y la producción que no requiere la integración de la experiencia o la alteridad. Allí donde el hacer está subordinado a fines predeterminados como, por ejemplo, el de la fabricación y el consumo de objetos, la acción es un auténtico poder creativo y evolutivo, capaz de generar nuevos comienzos y dar vida a lo más específicamente humano. Así, por ejemplo, es posible realizar un trabajo de oficina según procedimientos ya establecidos o construir una pared de ladrillos, pero no generar una nueva vida.
Esta acción que solo puede expresar el dinamismo vital y generativo del hombre necesita por su propia naturaleza, según Arendt, la relación, el encuentro con el otro y la confrontación con la fértil imprevisibilidad que este encuentro está destinado a generar. Actuar requiere el espacio de la relación como lugar del “entre”, del fragmento, del zwischen o διά que es la base de todo auténtico diá-logo: el espacio de la distancia que no es ni desprendimiento ni identificación, sino que, separando a las personas sin dividirlas, les permite entrar en relación y definir dinámicamente sus propios límites identitarios, trazándolos en el movimiento de la reciprocidad.
Ahora bien, el totalitarismo destruye los propios presupuestos de la acción porque, al aislar a las personas, les quita la posibilidad de actuar. Al mismo tiempo, la dinámica totalitaria somete al individuo a la presión ideológica, privándole de la capacidad de pensar a partir de la experiencia e incluso de confiar en su propia experiencia y en la de los demás.
Pensar, en el pleno sentido del término, es una actividad peligrosa porque pone continuamente en riesgo todas nuestras certezas. Pensar significa, en primer lugar, ponerse en movimiento para dar sentido a la experiencia de la realidad. El pensamiento no tiene nada que ver con la ideología que, en cambio, fuerza la percepción de la realidad en sus categorías y, lejos de embarcarse en la arriesgada aventura de reflexionar constructivamente sobre la experiencia, selecciona y doblega la experiencia según necesidades puramente lógicas y abstractas. Donde el pensamiento se enfrenta con valentía a las incertidumbres y contradicciones que tejen lo real, la ideología no hace más que defenderse, negándolas y condenándolas.
Arendt se centra en el cortocircuito entre la soledad, la ideología, la negación del pensamiento y la represión totalitaria. Nos advierte que, aunque los fenómenos totalitarios parezcan haber quedado atrás, las raíces del totalitarismo siguen estando muy presentes y que «es muy posible que los verdaderos problemas de nuestro tiempo adopten su forma auténtica —aunque no necesariamente la más cruel— solo cuando el totalitarismo haya pasado a la historia».
El análisis de la dinámica totalitaria suena dolorosamente actual. La soledad que estamos viviendo en estos meses no es más que el punto extremo de un modus vivendi establecido en el curso de una lenta evolución bajo la égida de las ideologías neoliberales. El rostro inconfundible de la soledad se encuentra hoy detrás de las máscaras que componen el arsenal (ideo)lógico del ultraliberalismo: ocultación de la dependencia natural y social del animal humano respecto a sus congéneres tras la retórica de la autonomía; idolatría de una libertad individual tan seductora como dramáticamente carente de contenido; exaltación de unos derechos trágicamente destinados a ser letra muerta mientras no se traduzcan y pongan en práctica en forma de compromisos y deberes recíprocos.
La soledad como forma de vida parece ser el patrimonio del ciudadano global del siglo XXI. Todos estamos conectados y estamos solos. Nuestra existencia ya no se construye en el espacio cercano y familiar, junto y para otras personas concretas a las que nos sentimos ligados, sino en la intemperie de una multitud global e indiferenciada, en una geografía virtual de otros innumerables. Nada ni nadie nos es indispensable, ni nuestro país de origen, ni nuestra pareja (actual), porque es nuestra libertad individual y sus innumerables, tanto como fantasmagóricas, posibilidades las que guían nuestras elecciones. Si, ante un nuevo camino, nos sentimos divididos o atados por una persona o una situación, aquí podemos recurrir a un terapeuta para que nos ayude a liberarnos de la «dependencia» y a redescubrir el imperativo categórico de un yo muy diferente al kantiano.
Hemos abandonado el rebaño, pero no hemos tenido en cuenta nuestra naturaleza. Solos, nos volvemos más frágiles, presa de miedos y ansiedades primordiales. Solos, corremos el riesgo de perdernos. Solos, dejamos de ser sofisticados animales de carga y nos convertimos en bestias aterrorizadas listas para atacar.
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