Por Miguel García
El templo estaba hecho una ruina, daba lástima ver así el lugar donde todo el pueblo rendía culto al Dios que en otro tiempo fue capaz de liberarnos del yugo inexorable del faraón y su ejército, amparado por aquellos otros dioses de simulación. Los antiguos narraban los acontecimientos tal como si los hubieran visto ellos mismos, a pesar de haber sucedido siglos antes de que sus ojos se abrieran en este mundo.
Temerosos de la decepción que provocaría en el rey Salomón ver así el templo que un milenio atrás, con las instrucciones de nuestro Dios, edificó en la época en que aún pertenecíamos a un solo reino; angustiados por la marca de una demolición por aquel invasor babilonio, a pesar de la posterior reconstrucción, y avergonzados por el vasallaje a Roma —sin otro destino posible más que la obediencia al Imperio—, reducido al estado decadente en que lo encontró el reinado de Herodes el Grande, los viejos se regocijaron al saber que éste había decidido levantarlo de nuevo, más excelso, más esplendoroso, digno del pueblo de la fe más perfecta.
Mi sabio padre Joacaz, —hijo de mi abuelo Ofir y nieto de mi bisabuelo Joacaz— me impulsó a aprender las disciplinas más diversas desde la más temprana edad. Me hice experto en los movimientos de los astros y en la medicina, en la música y la literatura —que abonaba a fortalecer mi memoria—, en el dibujo, la geometría y la aritmética, en la jurisprudencia y la filosofía. Al convertirme en un hombre, mis conocimientos me convirtieron en constructor. Las personas me respetaban, me saludaban de pie y no estaba obligado a levantarme ante un doctor de alta dignidad.
Cuando los mensajeros anunciaron en la plaza el reclutamiento de sacerdotes de Judea para que llevaran a cabo labores en la nueva obra, yo tenía nueve años. Mi padre desempeñaba el sacerdocio, participó desde el principio como maestro constructor, debidamente capacitado. Fue tal el empeño con que aquellos hombres transportaron, tallaron y afinaron las piedras, que en menos de dos años terminaron el área principal, aunque la totalidad del templo no se verá completada sino hasta que hayan pasado muchísimos años. Al cabo de un tiempo me integré a las labores y, luego de otro tanto, me encontraba ya aplicando mis habilidades dentro de la obra como un maestro constructor, en sustitución de mi padre.
Pasaron treinta años a través de los cuales no conocí otro trabajo que la obra del templo de Jerusalén, hasta que descubrí que los demás sacerdotes comenzaban a verme con desprecio. Una tarde, uno de ellos se colocó bruscamente delante de mí y me impidió el paso; seguido de algunos otros, me habló con violencia, me echó en cara la deshonra en la que sumía a mi familia y a mi pueblo, la muestra de incuria espiritual ante nuestro Señor por no haber tenido descendencia a mis treinta y nueve años.
El agravio del que fui blanco me sumió en una tristeza —que me llevó a recordar la enfermedad que se llevó a toda mi familia excepto a mí—, en un llanto —de impotencia por darme cuenta de que tenían razón—, en una profunda rabia. Luego de la muerte de mi padre, me fui quedando solo poco a poco, pues a él le siguieron mi madre y uno a uno mis seis hermanos. No tenía tregua para pensar en buscar una mujer y casarme, no había reparado en ello. Descuido terrible que pagué a precio de sangre.
Absorto en arranque de ira por una comprensión que no sabía cómo demandar y que de ninguna manera se me iba a conceder, golpeé con toda mi fuerza al sacerdote que me confrontaba y cayó por la estructura de madera que sostenía unos peldaños apenas incorporados; durante su caída alcanzó a asirme de la túnica y fui a dar con él hasta el piso. En ese momento la estructura golpeada perdió la estabilidad y se impactó con la tierra, no sin antes estrellarse contra la cabeza de mi agresor, así como contra mis rodillas. Aquél perdió la vida; yo, la movilidad de las piernas.
Deshonrado, solo, incapaz de ponerme en pie, perdido para siempre, no tenía caso conservar la vida; sin embargo, no tenía el arrojo como para quitármela. Dejé mi casa para no enfrentarme a la mirada de los vecinos. Estaba en el fondo de toda consideración por parte de los otros, sin familia, sin mujer, sin nada. Nadie sabía si comía, dónde dormía, y no interesaba; a nadie importaba quién había sido yo en el pasado, si fui rico, si fui honrado, de dónde venía. La última opción que me quedaba era la mendicidad. Con el paso del tiempo mi estado fue tan lamentable que todos se alejaban de mí por el hedor ácido y repugnante que despedía mi cuerpo humillado; ya nadie me reconocía con tanta mugre acumulada en las arrugas de mis manos y mi rostro, con esos harapos rotos y sucios, con el pelo crecido y enmarañado.
Me forcé a olvidar todo: mi niñez, mi vida, mi erudición. Mi vergüenza no podía llevarme más bajo de lo que ya estaba, arrastrándome en la tierra. Me entregué a pedir monedas en el mercado «para comprar una tórtola y darla en sacrificio por mi purificación». Malviví mucho tiempo de la miseria interna de la gente. Cuando me acercaba a suplicar con lágrimas en los ojos, alguno me rehuía y me echaba a patadas; otro me daba algo desde el fondo de su corazón. Pero muchos —la mayoría— me soltaban una moneda de falsa caridad. Disfrazaban así su propia vergüenza de verme en tal situación y no estar dispuestos a socorrer a un hermano caído en desgracia, para tener el ilusorio motivo de envanecerse después y poder decir «soy generoso, ayudé a un tullido», aunque su generosidad no quisiera involucrarse más allá de lo inmediato. Me arrojaban un mísero shekel, un as, para sentirse un poco mejor consigo mismos.
Una vieja, luego de tirarme un trozo de pan, al alejarse murmuró entre dientes que, si no fuera por la inutilidad de mis piernas, no se molestaría en darme lo que me dio. Una vendedora, con una granada en la mano derecha y una aceituna en la izquierda, le dio la razón. Me alarmó engullir y vomitar casi enseguida el pan inundado en copiosa sangre, pero me acostumbré pronto al hecho, repetido tantas veces de ese momento en adelante.
Pasaron así muchísimos años, había perdido la cuenta. El polvo negro impedía distinguir entre el gris y el blanco en mis cabellos. Mi modo de vida era el mismo. Un día se armó un alboroto entre los comerciantes y los compradores; corría el rumor de un hombre que hacía milagros: ya había caminado sobre el agua y extraído redes repletas de pescados magníficos. Había devuelto la vista a varios ciegos y limpiado la piel de un leproso. Se decía también que era un enviado de Dios, el Mesías anunciado por Juan —el austerísimo profeta que bautizaba a orillas del Jordán—. Las voces iban y venían, se oía también que era un embustero, que en realidad no había hecho nada de eso, que eran trucos de hechicero como tantos que aparecían, que se denominaba a sí mismo el rey de los judíos, cosa gravísima. Una mujer me miró y les dijo a quienes tenía cerca que, si ese hombre podía hacer todo eso e, inclusive, expulsar los demonios de los posesos como afirmaba su cuñada, sin problema podría devolverme el andar; si no, podrían apedrearlo por impostor. Se arremolinaron alrededor de mí, se cubrieron la nariz y, más por insana curiosidad morbosa que por el afán de ayudarme, me levantaron y me llevaron cargando entre todos hasta donde les dijeron que se encontraba aquél.
Al llegar, Jesús (así se llamaba) caminaba despacio y hablaba con un séquito de hombres. Los mercaderes y la mujer le gritaron que venían con un pobre hombre incapaz de dar un solo paso, y me colocaron en su presencia. Se me acercó, canturreó una cancioncilla de alabanza y me preguntó mi nombre. La pregunta me hizo temblar, hacía mucho que no lo pronunciaba. Cerré los ojos y vi con claridad a mi padre. Recordé mi literatura, mi música; mi arquitectura, mis matemáticas, mi astronomía; mi lectura de las leyes, mi filosofía. Recordé mi nombre, que era el mismo que el de mi abuelo; me acordé de su nombre, que era el mismo que el de mi bisabuelo. Me acordé de los nombres de mis seis hermanos y de mi madre. Recordé el nombre del sacerdote que alegó mi deshonroso celibato, y de cada uno de los que con él me afrentaron la tarde de mi desgracia. En voz bajísima, con los ojos perdidos en el vacío y una lágrima a punto de desprenderse, le dije:
—Me llamo Ofir, hijo de Joacaz.
Levantó su mirada hasta la mía, sonrió mientras decía mi nombre, tocó mis rodillas deformes y comenzó a frotarlas con su mano derecha. Yo sentí que mis piernas estaban hechas de arcilla y, efectivamente, al verlas me di cuenta de que él las moldeaba a voluntad. Al terminar pronunció unas palabras que me hicieron temblar de terror, cantó otra vez y, de inmediato, me relajé hasta alcanzar una paz desconocida.
—No tengas miedo —susurró—, ten fe. Esto dice el Señor —elevó la voz casi gritando—: ¡levántate!, ¡soy tu Dios, el Dios de tu padre, el de tu abuelo y el de tu bisabuelo!, ¡te ordeno que te pongas de pie! ¡Nunca más tus piernas volverán a su vieja inutilidad!
Hice el esfuerzo de levantarme. No lograba moverme, pero de súbito percibí un calor que me brotaba del vientre y me recorría todo el cuerpo, fue hasta entonces que volvió la fuerza que me había faltado durante los últimos años. Me levanté, miré al cielo y grité llorando como nunca. Al principio, me escudriñaron con desconfianza, hasta que di unos pasos. Confundidos; admirados, se veían unos a otros. Era tal mi conmoción que, con la mirada perdida en lontananza, me puse en cuclillas sin comprender claramente lo que pasaba. Uno rompió el silencio con un grito:
—¡Es un milagro! ¡Que viva el rey de los judíos!
Se desató una ola de gritos, risas y un ánimo general se adueñó de cada uno de los que deliberada o fortuitamente lo habían visto todo. Jesús siguió su camino, todos lo siguieron como encantados. Entre el vocerío que se alejaba, alcancé a escuchar al milagroso hombre afirmar que él conseguiría derrumbar de nuevo el templo que seguía inconcluso y levantarlo en tres días. Nadie se dio cuenta de que me quedé ahí, olvidado en el mismo sitio, de rodillas, de nuevo sin saber del todo quién soy. Me esfuerzo. Ofir, el sabio, constructor principal en la ampliación del templo de Jerusalén, mendigo paralítico, hombre de avanzada edad. Cierro los ojos y, al abrirlos, entreveo la multitud perderse a lo lejos.
Jesús, el de los milagros, me devolvió la marcha. Me levanté, vomité un coágulo inmenso y morí de pie.