Por Marta Lisbona Cortés
La información es uno de los bienes más preciados de la sociedad actual, a través de las TIC, se crea, distribuye y manipula. Por consiguiente, la comunicación, intercambio y transmisión de información es una de las actividades más recurrentes. La importancia de la comunicación en la sociedad actual queda patente en la proliferación de gabinetes y organizaciones relacionadas con el acto comunicativo en toda clase de instituciones, entidades, etcétera. Esta necesidad comunicativa vigente en la contemporaneidad también debe ser atendida por las organizaciones museísticas, las cuales tienen que plantear la exposición de sus objetos o curiosidades culturalmente interesantes para garantizar el intercambio de información (Santos, 2012).
A medida que la comunicación (o la preocupación por ésta) ha aumentado, ha ido apareciendo un interés sociopolítico por la democratización del patrimonio cultural. Esta tendencia democratizadora nace debido a la influencia de los medios de comunicación y publicidad museística, los cuales fomentan el consumo cultural. De este modo, nace la “[…] conceptualización del museo como difusor de los valores democráticos y promotor de la inclusión social; de la oferta cultural y museográfica abierta que permita a los públicos optar dentro de los recorridos, interpretar los contenidos, y “participar” en un diálogo” (Maceira, 2009, p.6).
Por ello, en el presente artículo se introducirá al museo como espacio sociocultural controlado por el poder y con una clara relación con la economía y la política. Posteriormente, se analizará este espacio desde su finalidad comunicativa para culminar con su potencialidad educativa y generadora de aprendizaje.
El museo: estableciendo los límites y mecanismos de acción
Se entiende por museo la institución fundada con la finalidad de adquirir, conservar, estudiar y exponer colecciones de objetos de todo tipo (artísticos, científicos, etc.) y de interés cultural/público (RAE, 2019). De este modo, emerge como lugar de custodia del patrimonio cultural en el cual los públicos pueden acceder en busca de esa experiencia cultural que proporcionan (Lorente, 2018).
Estos «templos de las musas» emergen durante la segunda mitad del siglo XVIII como lugares “públicos” o museos institucionales. A diferencia de periodos anteriores en donde el arte era custodiado (estudiado, conservado o contemplado) por la Iglesia, la burguesía y/o la aristocracia, en este nuevo marco no es necesario haber sido invitado o pertenecer a determinado grupo para ser consumidor de sus curiosidades y objetos (Mantecón, 2017). Aunque resulte un espacio aparentemente accesible y democrático, como instrumento de poder, a nivel indirecto e implícitamente, aparecen diferencias interindividuales en relación a la posibilidad de acceso, así como brechas en su capacidad de acercamiento a los públicos.
La localización de la propia institución y la arquitectura del edificio donde se sitúa está connotada con significados latentes que, como sujetos consumidores, captamos e interpretamos quedando inconscientemente gravado en el psiquismo y generando la diferenciación expuesta (Acaso, 2005). Así pues, la oferta cultural (ofrecida por el poder) sirve de reclamo para atraer a los posibles públicos consumidores, los cuales responderán a esta propuesta en función de diversos factores (capacidad económica, escolaridad, género, edad, etc.) (Mantecón, 2017).
Hasta aquí, cabría preguntarnos, ¿cuáles son las brechas o diferencias expuestas y cómo operan? Como se ha apuntado, la imagen o arquitectura deviene un elemento excluyente. El museo se cubre de un envoltorio paralelo (formado por la construcción grandilocuente y las múltiples esculturas o arte público que lo rodea), el cual sirve como elemento suscitador de admiración y atracción, así como de umbral discriminatorio regulador del acceso. Aquello exterior se vuelve un anticipo y algo con la suficiente capacidad para preparar al visitante para la refinada oferta patrimonial brindada puertas adentro (Lorente, 2018). El lenguaje visual arquitectónico del edificio (así como la historia) es uno de los elementos que establecen la connotación de la institución como lugar elitista, de la alta cultura o de las clases pudientes. De este modo, la distancia simbólica causada por estos elementos hace que el sujeto, que no forma parte del público implícito esperado por la institución, no pase el umbral y no acceda a la cultura. El no acceso a la cultura aumenta la diferencia de capital cultural o “[…] conjunto de conocimientos y habilidades que les permite acceder y disfrutar, en diversas medidas, de lo que se ofrece […]” (Mantecón, 2017, p.27), entre él y el visitante lícito, lo cual genera más distancia y desigualdad en el acceso. El último elemento destacable generador de discriminación, y el más evidente, es el capital económico. Desde el inicio, el arte (y, por extensión, la cultura), como práctica lúdica, ha sido disfrutada por la clase socioeconómica que disponía de tiempo para el ocio y, por consiguiente, la más pudiente. Esto ha establecido la idea de una relación ficticia de dependencia entre arte y estatus económico superior, cosa que, traducida en disposiciones inconscientes, genera una consciencia en los sujetos de lo que puede o no puede pedir y/o aquello a lo que puede o no acceder. Esta consciencia nace entorno a las supuestas posibilidades que cada clase social ofrece a sus miembros para que estos adapten su vida a éstas; es decir, el conjunto de ideas preconcebidas educa o predispone a los individuos para actuar de cierto modo o aproximarse a ciertos temas (como el arte) o, por el contrario, no hacerlo (Mantecón, 2017).
Yendo más allá, no sólo lo externo a la institución está marcado por el discurso predominante controlado por el poder, sino que de las puertas hacia adentro de este espacio de cultura, el visitante está constantemente influenciado y guiado por el poder. Los públicos transitan por el espacio, marcando sus ritmos y movimientos en un acto peripatético aparentemente libre y voluntario. Aún así, los contenidos que componen una exposición son previamente estudiados y organizados acorde con un mensaje a trasmitir, el cual está marcado por el discurso social e institucional vigente (con los intereses políticos, económicos y sociales del momento) (Macua, 2000). Así pues, al planificar y proyectar la exposición, para alcanzar la finalidad comunicativa u objetivo previamente definido, “[…] hay que dosificar, marcar el ritmo, las sorpresas y las emociones, descubriendo y desvelando, asombrando e in-formando, seduciendo y fascinando.” (Macua, 2000, p.19). Por todo lo expuesto, se concluye que, una vez que el sujeto alcanza el umbral y es capaz de acceder a estos templos de cultura, es sometido al poder y manipulado por éste con la finalidad de hacerle llegar un mensaje determinado.
La comunicación como necesidad
Como se ha expuesto, el museo, como contenedor de cultura, tiene la finalidad de, a través de los objetos que lo componen, transmitir un mensaje. Es decir, el principal objetivo de estos es la comunicación, “[…] se dedican a producir mensajes intencionados a través de exposiciones, salas temáticas, actos, posters, folletos y otras formas de comunicación.” (citado en Delgado, 2013, p.21).
Así pues, el museo, aunque dominado por el discurso hegemónico de poder, para garantizar el potencial educativo planteado en el presente artículo, debería comprenderse como plataforma comunicativa. De este modo, sin olvidar el marco desde donde se funda y sitúa (este circuito político-económico), se busca una institución relacionada y en interacción con su público. El museo emisor debe plantearse una relación democrática, de escucha de sus públicos e “[…] intercambio de mensajes en una doble dirección, una puesta en común […]”; alejarse de los mecanismos de poder caracterizados por la transmisión de información “[…] en una sola dirección, en donde no existe la posibilidad de una respuesta […] no escucha no comunica, únicamente transmite” (Santos, 2012, p.81). Con esta premisa comunicativa, y con la finalidad de garantizar el óptimo intercambio de información, la exposición se sirve de diversos elementos y niveles informativos articuladores del discurso base (Delgado, 2013). El significado particular de las piezas expuestas, a través de su interrelación, configuran este relato o discurso base, el cual corresponde a una idea sencilla y clara (Macua, 2000). De este modo, el mensaje será recibido por el visitante y, una vez interpretado y procesado, se integrará este nuevo conocimiento en su estructura cognitiva (Delgado, 2013). Este acto de comunicación es, a la vez, una experiencia sensitiva (puesto que el mensaje esta formando, fundamentalmente, por sensaciones), la cual permite al receptor disfrutar del enriquecimiento intelectual y cognitivo recibido (Macua, 2000).
La exposición, como acto comunicativo, está compuesta por los elementos propios de este acto: el emisor (institución museística) transmite un mensaje (las ideas que configuran la exposición) al receptor (visitante o públicos), a través de un medio (los elementos que se exhiben) y una clave mixta compartida entre emisor-receptor. Más extensamente, este conjunto de ideas o mensaje se transmite de dos formas: directamente, a través de las obras (elementos expuestos), las cuales soportan el discurso o mensaje central; e indirectamente, mediante todo aquello que da soporte y potencia el mensaje. Esta forma indirecta está compuesta por informativos, auxiliares y elementos complementarios (Macua, 2000). Los informativos son los nexos entre visitantes y objetos expuestos; es decir, todos los elementos que dan soporte al mensaje, lo hacen más comprensible “[…] para un visitante no experto o no iniciado, así́ como (también lo) contextualiza(n) dentro del discurso presentado” (Delgado, 2013, p.23). De este modo, hacen accesibles los contenidos a comunicar, mostrando las claves asociativas y permitiendo la representación o reconstrucción mental de ideas y garantizando el aprendizaje (Delgado, 2013). Los elementos auxiliares equivalen al recorrido de la exposición, la colocación o distribución de los elementos, la iluminación, el ambiente. Todos estos aspectos sirven para hacer más comprensible el mensaje global y asegurar la comodidad del espectador y facilitarle la percepción y recepción de las múltiples sensaciones que componen la exposición (Macua, 2000). Finalmente, los elementos complementarios son todo el material externo a la exposición, en forma de publicaciones, publicidad o mercaderías. Su función es la de consolidar la información aprehendida durante la visita, ampliar los conocimientos y atraer a los futuros públicos. Los gabinetes o departamentos de comunicación museísticas son los encargados de esta tarea, en la cual, en una sociedad tecnológica como la actual, esta comunicación estratégica de captación del cliente potencial es cada vez más importante (Santos, 2012). El creciente uso de las redes sociales como herramienta publicitaria es, en estos tiempos, la plataforma por excelencia de publicidad y, en la cuál, gobierna el imperativo de actualización constante. Deviene, así, la cara visible de la institución.
La exposición como espacio educativo
El carácter comunicativo de las obras de arte es posible por el uso de un lenguaje, el visual, el cual funciona de forma similar al verbal: a través de símbolos. El uso de estos es lo que permite acceder al significado de las imágenes, interpretarlas y entenderlas, del mismo modo que cuando vemos una grafía somos capaces de acceder al sonido que representan (Cachapuz, 2007). El carácter representacional del objeto artístico actúa de la siguiente forma: la obra expuesta no solo es aquello observable y físicamente reconocible, sino que adquiere una nueva significación en función de la interpretación subjetiva del individuo que la contempla. El objeto presente (con su significación “objetiva”) se ausenta para configurarse como representación subjetiva (Magariños, 2000). “[…], el objeto en el museo sólo adquiere su valor específico cuando resulta interpretado por cada uno de los visitantes que lo perciben efectivamente y según las características que, en la mente de cada uno de tales visitantes, adquiere esa percepción” (Magariños, 2000, p.41).
Esta capacidad de generación de múltiples y diversos significados puede ser utilizada como herramienta educativa. El arte es ya usado en los contextos educativos por su capacidad de generar aprendizaje, puesto que se concibe como un proceso básico de procesamiento ya que, por ser generador de conceptos más allá de las palabras, permite el acceso y adquisición de conocimiento cultural (Amador, 2009). De este modo, deviene una herramienta socialmente transformadora capaz de generar espacios de aprendizaje nuevos (Acaso y Megías, 2017). El museo, en cuyo centro está la exposición, aparece (de igual modo) como un espacio de aprendizaje. La vía de acceso de los contenidos de los museos son los sentidos y, por esta característica, sirven como escenarios para la experimentación y la socialización.
Concretamos, pues, el potencial educativo del contexto expositivo en tres ejes: el carácter socializador o de interacción social, la generación de significados o conocimiento (cosa que fomenta la creatividad y la inteligencia experiencial planteada por Sternberg) y el fomento del pensamiento crítico.
El carácter público de las instituciones museísticas hace posible que acudan subjetividades diversas y plurales, cosa que permite el establecimiento de dinámicas colectivas e interacción social, a su vez, permite mirar la alteridad social y cultural. “Todo acto interpretativo por más personal y libre que sea está apuntalado por el entorno; todas las formas de relacionarse en y con el museo y de posicionarse sobre sus contenidos, están vinculadas al contexto social” (Maceira 2009, p.11). El visitante, como parte de un grupo o colectividad (el público) está en constante relación con su entorno social, estableciendo diálogos constantemente con este contexto tanto directa como indirectamente (Maceira, 2009). Dentro del contexto expositivo, las obras expuestas devienen objetos interesantes, suscitadores de conversación o diálogo, al mismo tiempo que se establece un juego social entre visitantes, “[…] una suerte de juego escénico, una representación teatral para y contra el otro” (Sheldon, 1986, p.170). Esta capacidad socializadora expuesta está presente en la práctica artística desde los inicios del hombre: el hombre prehistórico utilizaba el arte como práctica ritual que involucraba a todos los sujetos de la tribu, en la sociedad de clases el arte permitía unir o romper con la alienación que el sistema de producción generó. (Fischer, 2001). Así pues, el carácter social del arte se extiende y se instaura en el museo como espacio de saber accesible y compartido por los públicos.
Las múltiples interacciones que posibilita el museo, en conjunto con el hecho de comunicar mediante los sentidos, constituyen el carácter experimental compartido con las prácticas artísticas. Los objetos expuestos, carentes de significado en sí mismos, permiten a los visitantes analizar o procesar estos objetos en función de sus intereses, su capital cultural y experiencia. De este modo, permiten o aceptan tantos significados como el público les sepa atribuir (Sheldon, 1986). La amplitud interpretativa y el juego que permite el museo (y el arte) fomenta la creatividad y, por extensión, el pensamiento divergente o inteligencia experiencial, la cual se relaciona con la capacidad de enfrentarse y resolver situaciones nuevas sin patrones resolutivos previamente aprendidos (Jayme, 2009).
Finalmente, en relación al pensamiento crítico, ya desde el arte éste es un aspecto ampliamente contemplado y son muchos los autores y artistas que actúan y usan el arte como crítica o herramienta suscitadora de pensamiento y cuestionamiento de la realidad y del sistema social. En este sentido, el empleo de “[…] las artes visuales como una herramienta transversal de trabajo para desarticular la potencia performativa de las imágenes capitalistas, para hacernos capaces de diferenciar entre realidad y representación, para hacernos capaces de rechazar el deseo […]” (Acaso y Megías, 2017, p.54), es el enfoque que más se adapta al contexto expositivo. El uso del arte hace posible plantear temas de forma indirecta y socialmente aceptables, puesto que el lenguaje visual es capaz de comunicar contenido de forma inconsciente (Acaso y Nuere, 2005). Este potencial del arte se extiende al museo, haciendo “[…] posible plantear de manera pedagógica e interdisciplinaria cualquier tipo de tema; posicionar asuntos de interés público poco legitimados como tales; dinamizar el debate social, y también —hay que recalcarlo—, favorecer la creación de nuevos imaginarios u horizontes” (Maceira, 2009, p.14-15)
Bibliografía
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