Por Ximena Cobos Cruz
Si la cultura es resultado de la relación de los grupos humanos con el espacio en que viven, en el contexto de sociedades patriarcales, donde la heterosexualidad como régimen legitima y sostiene la división sexual del trabajo, por lo que las mujeres han sido relegadas y sujetas únicamente a ocupar el espacio que Giménez Montiel (2005, pp. 11-12) considera más elemental o primario dentro del modelo escalar, la casa, resulta no tan difícil entender que las reuniones de mujeres sean una práctica cultural bastante común. Pensando en el espacio de lo público y lo privado, los hombres tienden a salir del hogar y de los territorios próximos, se reúnen en asambleas para tomar decisiones sólo entre ellos, mientras las mujeres históricamente han sido apartadas de los espacios políticos ―vistas no en igualdad, sino en oposición absoluta al hombre, no pueden compartir los espacios de toma de decisiones―, la socialización de las mujeres, entonces, es “naturalmente” conducida a agruparse entre ellas. Así pues, las mujeres no ocupan los mismos lugares en los espacios sociales porque existe una relación de poder desigual entre la clase mujeres (la clase oprimida/ subalterna) y la clase hombres (opresores/ hegemónica); el capital cultural, económico y social se les niega y restringe, al tiempo que causa la estigmatización de sus espacios, de aquí puede derivar que las reuniones de mujeres, enmarcadas bajo el estigma de un código restringido[1], se consideren mero discurso fútil, chisme. Ante este panorama, parece necesario estudiar los espacios de mujeres que se empiezan a configurar a voluntad y como reclamo ante los espacios mayoritariamente masculinos, cada vez con más fuerza, en la última década ―quizá―, bajo la condición fundamental del separatismo, para entender cómo una práctica cultural casi obligatoria ―como son las reuniones entre mujeres―, se ha subvertido, convirtiéndose en parte de la emancipación de las mujeres. Para ello, este ensayo usará a manera de guía el chisme como práctica cultural relacionada a las mujeres que constituye un estereotipo de género.
No sé aún qué pasaba antes, cuando las mujeres por ser relegadas a los espacios del hogar, de lo privado, mantenían sus reuniones, sus tertulias, sus círculos de bordados. Rosario Castellanos, en Oficio de tinieblas, revela un poco la urdimbre de estos espacios donde las señoras coletas se reunían a contar chismes, a decir verdades, a presumir, a hablar mal de la otra cuando no estaba, retrato fiel del chismorreo. Me queda una idea novelada, ficcionalizada, que habría de corroborar con etnografía, pero que puedo aventurarme a estudiar desde la observación participante sobre los espacios de mujeres, pues aquella escenificación elaborada por Castellanos es sólo la respuesta a un contexto conservador que se retrata en la novela con una intencionalidad crítica clara.
Me queda, pues, mirarnos a nosotras, la otra parte del trabajo; descubrir y delinear la narrativa de encontrarnos a solas. Es la cuarta vez que doy un taller separatista, sólo para mujeres, pero la experiencia siempre es diferente en la heterogeneidad que somos todas, en manada. Si algo prevalece es la confianza, se desmontan las enseñanzas de la enemistad y la reserva, nos abrimos sin saber más que nuestros nombres, nombres sin apellidos, sin historia familiar que poco a poco revelamos. Hablamos de los traumas, de nuestras experiencias, de nuestros dolores, ahí, a solas, porque es tan significativo que una se sienta sola si no hay hombres, al tiempo que resignificamos esa soledad como una libertad donde nadie nos juzga. Las risas, la alegría es importante, porque nos aligeramos, sacamos nuestros tonos de voz cotidianos, naturales y aunque es un taller con formalidades rompemos el paradigma de la distancia y la seriedad del registro lingüístico. Estamos formando un campo de interacción social, compartiendo y generando más capital cultural, social, pero buscando romper con las relaciones de poder, en una escucha recíproca y una participación igualitaria. Reforzando, así, una identidad colectiva basada en el sexo, que el movimiento feminista en la actualidad ha permitido, por ello no hay que olvidar que las identidades colectivas, de acuerdo con Giménez Montiel, no son por completo homogéneas ni nítidamente delimitadas, son más que un dato un acontecimiento contingente, que puede o no suceder (2010, p. 6), que se hace y se deshace, en este caso, en el seno de los círculos de mujeres, los espacios separatistas y en las marchas feministas que se convocan también separatistas cada vez con mayor hincapié.
Terminada la sesión, nos quedamos a platicar ya sin tocar o llevar los comentarios al terreno de lo que el taller versa. Nos quedamos, alargamos, esto también importa, porque me dice que nos hace falta, que disfrutamos, que construimos un espacio entre nosotras, una intimidad que traspasa las diferencias, una intimidad necesaria para hablar de los temas tabú, de la menstruación, de los orgasmos, de la masturbación; cosas que a veces entre amigas tampoco llegamos a tocar por miedo a ser juzgadas, a perder superioridad moral, por descender en la jerarquía que patriarcalmente se construye, hasta que nos vamos acostumbrando y aceptando la importancia de compartir nuestras experiencias para reconocernos en la otra, pero para que ella se apoye y se reconozca también; pues “es a través de la externalización que se puede formar un sentido político”, leí por ahí en un textos sobre Gorki.
¿Son entonces, los espacios separatistas una versión contemporánea de esos espacios de las mujeres asignados por pertenecer a lo privado, que se subvierten porque ya no se aceptan de la mano de un sometimiento por condición de género, sino que se toman, se buscan, se pelean y se defienden como necesarios luego de una historia de silencio impuesto? Porque en ellos tomamos la palabra, ese instrumento de poder por el cual se controla a grupos subalterno, ese que se nos ha negado borrándonos del canon literario o reduciéndonos a literatura menor calificando los temas de los que escriben las mujeres como intimistas; o no tomando en cuenta nuestras opiniones. Así pues, pensando en perspectiva, podría reconocer que nunca hubo una disolución de estos espacios, pero se estigmatizaron, se simbolizaron desde un machismo que nos llamó chismosas, urracas, argüenderas y demás, pero ya no más, pues se han politizado.
El chisme es una práctica social que ha sido estudiada respecto a las consecuencias que tiene sobre sujetos sociales o grupos. Max Gluckman, en Gossip and Scandal, expone que el chisme y el miedo a éste funciona como controlador religioso de la moral; asimismo, Gluckman es uno de los pioneros en proponer el chisme como un fenómeno que tiene una función cohesionadora, pues mantiene la unión dentro de los grupos (Gluckman, 1963, p. 308). En contraste, Norbert Elías sostiene que el chisme no es agente cohesionador por sí mismo, sino reforzador de una cohesión ya existente (Elías, 2015, p. 180). No obstante, me parece que ambas miradas se centran más en consideran el chisme como un rumor, es decir, un acto de habla, un mensaje emitido con cierta intención sobre otros; Elías incluso plantea que “[e]l uso común nos hace considerar al chisme como información más o menos despectiva que dos o más personas se comunican entre sí” (Elías, 2015, p. 168). Empero, el chisme tiene además un carácter de acción que no es necesariamente la emisión del mensaje, sino la verbalización del sustantivo “chisme”, esto es, el chisme como una acción (Chismear) que implica la reunión de un grupo para hablar sobre los otros, sobre algún incidente ocurrido dentro de la comunidad. Siguiendo esta idea, Elías plantea la existencia de “centros del chisme”, por ejemplo, afuera de la iglesia o la capilla, en los bares y los clubes, en los teatros; lugares que en sí mismos son centros de reunión, de esta manera, se transluce la unión intrínseca entre reunión y chisme.
Aunado a ello, existe una dimensión de género que atraviesa al fenómeno del chisme. Marcela Lagarde sostiene que “el chisme es un espacio cultural de las mujeres” (Lagarde, 2005, p. 348), como se decía al inicio de este ensayo, las mujeres han sido sometidas a ocupar únicamente el espacio de lo privado, sus limitaciones condicionan sus relaciones sociales sólo con sus congéneres, Lagarde lo reconoce y sostiene que, en el pasado, era una cuestión general que las mujeres sólo tuvieran contacto con sus comadres, lo cual puede suceder en la actualidad en casos de opresión máxima o libertad reducida, por ello, el chisme también se conoce como comadreo. Para la autora, el chisme es uno de los tantos medios por los cuales se aceptan los estereotipos de la feminidad, pues sirve para aprender ideología e interiorizarla, además gira en torno a los mandatos de madre/esposa. Entonces, el pensamiento corriente de que el chisme es propio de las mujeres, no sólo es un estereotipo de género en sí mismo, sino que en él se constituyen y refuerzan modos de comportamiento, vistos como negativos, asociados con lo femenino, pues el deber ser femenino supone la honestidad, la dulzura y la bondad, lo cual se encuentra ausente en el chisme por su carácter violento y el uso, en muchas ocasiones, de la mentira. El chisme resulta contradictorio en su naturaleza, al tiempo que es un espacio asociado con lo femenino, es mal visto porque rompe con los patrones de buen comportamiento del deber ser de las mujeres, a saber, sólo las mujeres son chismosas, los hombres no; pero sólo las malas mujeres son chismosas, las buenas no, las buenas se cuidan del chisme (Lagarde, 2005, pp. 348-350). Asimismo, aquel rasgo de negatividad se relaciona en cierta medida con el doble poder que tiene el chisme; tanto Gluckman, como Elías y Lagarde reconocen que el chisme así como puede legitimar a alguien, tiene la capacidad de desacreditarlo. Como subrayaba Gluckman, el rasgo moral del chisme tiene que ver con el control, y si el chisme además perpetúa los estereotipos de lo femenino es también por el miedo al descrédito, por la función coercitiva del chisme; el comportamiento ceñido al deber ser femenino, al epítome de buena mujer, se cumple por miedo al escarnio social, al señalamiento como puta, mala madre, mala esposa, mala hija, loca (Lagarde, 2005, pp. 350).
Uno de los rasgos más difundidos respecto al estereotipo de lo femenino es que las mujeres no son amigas entre sí ―la peor enemiga de una mujer es otra mujer, dice un refrán bastante detestable―, en ese sentido, el chisme es un espacio de rivalidades, se habla sobre sí misma o sobre las otras como una reafirmación de una misma, un movimiento medido de distinción frente a las otras, así lo comprueba Julia cuando invita a las señoras de ciudad Real a su casa, en Oficio de tinieblas; esta búsqueda de distinción mediante el chisme conduce al mismo tiempo a una igualación, el chisme es un código común a todas. Así, a decir de Lagarde, el espacio del chisme es también un lugar para hablar de las experiencias, emociones y placeres; es ahí donde, asegura la autora, se adquiere conciencia de que a veces a las otras les ocurre lo mismo que a una (Lagarde, 2005, pp. 355-356).
En esta socialización donde se nos educa a las mujeres más para la rivalidad que para el afidamento y la sororidad, por mucho tiempo creí que no podía socializar con otras mujeres, así, gracias a mi incursión en el feminismo, tomé la decisión de sanear mis relaciones con las otras. A partir de ello, a finales del 2018, decidí convertir mis talleres en espacios separatistas, espacios sólo para mujeres donde pudiéramos escucharnos, consiente del privilegio que es el uso de la palabra, la desigualdad en el campo de lo literario, la apropiación del capital cultural por parte de los hombres, que deviene en un despojo a las mujeres. De todos los talleres ha resultado el establecimiento de un vínculo fuera y posterior a éste. Nos hemos encontrado en marchas, en bazares, en festivales sin ponernos de acuerdo, es claro que el taller nos hizo encontrarnos por intereses en común que nos conducen a mirarnos en otros sitios, pues, volviendo a Giménez Montiel, las identidades colectivas implican, en principio, una definición común y compartida de las orientaciones de acción. No obstante, es necesario que esa orientación sea incorporada como un valor, un modelo cultural que se incorpora en rituales, prácticas y artefactos culturales (2010, p. 7), en ese sentido, los espacios separatistas propician prácticas y rituales que van constituyendo la orientación de acción compartida. Somos las mismas ―y nos vamos sumando― las que queremos convivir en espacios sólo para mujeres que se han propuesto como espacios seguros, libres de violencias. Nos hemos agregado a redes sociales y seguimos los proyectos de las otras, extendimos, pues, al mundo virtual la presencia en la vida de las demás asegurando una especie de permanencia, de cruces de caminos constantes y posibles, no nos dejamos perder en la marea de gente que habitamos las ciudades.
Esta experiencia me permite reconocer las lógicas que se subvierten respecto a lo que se supone son las reuniones de mujeres. En principio, ya no suceden por una obligatoriedad, por una imposición de reunirnos entre nosotras a falta de opciones al estar fuera de los espacios públicos, oprimidas y obligadas al mandato de lo privado como espacio de lo femenino. En ese sentido, la territorialidad en que se establecen las reuniones de mujeres se traspasa, ya no son reuniones que se suscriben entre mujeres que conviven en los territorios próximos de la casa, el pueblo, el barrio; salimos de esos espacios para encontrarnos con otras en un campo social común, que estamos construyendo entre todas. Asimismo, como ya se expuso antes, las reuniones de mujeres están caracterizadas por funcionar bajo el estigma del fenómeno del chisme, lo que nosotras hacemos, por el contrario, tiene sus orígenes no en la validación y perpetuación de los estereotipos del deber ser femenino, sino en la voluntad de escucha que planteaban los grupos de autoconsciencia que las feministas radicales implementaron en Estados Unidos, al igual que las feministas de la diferencia lo hicieron en Italia. Lo que se subvierte, entonces, son los valores negativos de los que están cargadas las reuniones de mujeres, intrínsecamente relacionadas con el chisme; no nos reunimos para diferenciarnos de la otra, sino para reconocer que lo personal es político en tanto que lo que le sucede a una, le pasa a otras porque estamos dentro del mismo sistema de opresión. Es por eso que los grupos separatistas están encaminados a la enseñanza de múltiples disciplinas con el feminismo como principio guía, primero, porque la ética feminista implica el respeto a la otra, lo que totalmente está ausente en la lógica violenta del chisme que puede tener costos sociales. Bajo esa ética feminista y el principio de sororidad, se rompe también con el mito de la enemistad y la rivalidad entre mujeres, que a través del chisme se perpetúa. No obstante, la idea del chisme como reforzador de la cohesión grupal se mantiene por la palabra compartida, por el carácter de diálogo que implica el chisme; la carga negativa se desplaza fuera de los grupos separatistas, porque sin el chisme se deja fuera su carácter de rumor, para convertirse en diálogo; éste, a su vez, permite una reapropiación de la palabra, rompiendo con el silencio impuesto en esa lógica de poder donde la voz la tenían sólo los hombres. Así, también, el feminismo como principio que atraviesa los espacios separatistas, desde los círculos de autoconsciencia, hasta los talleres separatistas actuales, busca desmontar los mandatos del deber ser femenino; en el taller de narrativa, por ejemplo, leemos cuentos escritos por mujeres que trastocan y critican estos lugares que se ha dicho debe ocupar y cumplir la mujer dentro de la sociedad ―los artefactos culturales a los que Giménez Montiel se refiere―, se analizan en grupo con el fin de comprender varias cosas: a) que los mandatos sociales son parte de la opresión y hay que desmontarlos, b) que la literatura escrita por mujeres puede ser crítica de la condición de la mujer y c) que como escritoras nóveles podemos tocar temas desde una perspectiva crítica a partir de la literatura y no sólo en el campo de la crítica y la teoría. En suma, se ha dado la vuelta a las reuniones de mujeres bajo un principio de construcción colectiva en igualdad, se deja fuera a los hombres porque se considera que tienen ya muchos espacios públicos y privados donde ellos son el foco, el canon, la norma, y es necesario construir nuestros propios referentes, lo cual es casi imposible lograr sin escuchar a la otra y reconocernos en ella.
Bibliografía.
Elías, Norbert (2015). Establecidos y marginados, México: Fondo de Cultura Económica.
Giménez Montiel, Gilberto (2005). “Territorio e identidad, Breve introducción a la geografía cultural”, Trayectoria, vol. VIII, núm. 17, enero-abril, pp. 8-24.
——- (2010) Cultura, identidad y procesos de individuación, México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Sociales.
Gluckman, Max (1963). “Gossip and scandal”, Current Antropology, vol. IV, núm. 3, junio, pp. 307-3016.
Lagarde y de los Ríos, Marcela (2005). Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas, locas, México: Universidad Nacional Autónoma de México.
[1] v. Lagarde y de los Ríos, Marcela (2005). Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas, locas, México: Universidad Nacional Autónoma de México, p. 348: “El lenguaje del chisme gira en torno a códigos cifrados en refranes que sintetizan el pragmatismo mágico del sentido común”.