Imagen de portada DANIEL LEAL-OLIVAS, AFP/GETTY IMAGES
Por Fausto Bonilla
“A los hombres también nos matan, all lives matter, y a los blancos también nos discriminan” son sólo algunos de los muchos y evidentes ejemplos del esfuerzo de los opresores por desviar las conversaciones en términos de derechos y respeto a la integridad humana.
Es una práctica común que al invitársele a un individuo miembro de estos grupos opresores —sean los varones, las personas de tez blanca, o los y las privilegiadas económicamente— a realizar una reflexión sobre cómo es que sus formas de expresión y sus dinámicas de vida coartan los derechos de sus conciudadanos y conciudadanas, estos miembros orienten la conversación a otra zona. Y para que esta tarea les resulte más simple, acuden a los aforismos de la evasión: sentencias prefabricadas cuyo objetivo es simular horizontalidad entre los opresores y los oprimidos.
Si no somos más privilegiados que ellos ¿entonces por qué luchan? Si a nosotros también nos matan y nos discriminan, ¿por qué debemos combatir la violencia contra la mujer y contra el pueblo indígena? Es a través de simples oraciones que los miembros de estos grupos pueden ocultar una relación subordinada entre clases, colores de piel, o sexos, pretendiendo colocar en condiciones sociales idénticas a los opresores de los oprimidos. Al emplearlas rebajan las condiciones de vida del victimario, y las equiparan con las del oprimido, por ende, descubren la oportunidad de señalar una lucha social como carente de sentido. El empleo de éstas, además de ser un obvio intento de adquirir protagonismo en cualquier lucha, tiene como fin último y principal el deslegitimar una verdadera insurrección.
Cabe aclarar que el uso de estos aforismos no se practica siempre de manera consciente. Se escuchan diaria y continuamente de gente que poco profundiza en su resonancia social. Después de un tiempo buscando una explicación de por qué es que se recurre constantemente a estos, comprendí que podría ser casi una respuesta automática, una especie de defensa orgánica elaborada por el ego, y que es en cierto grado comprensible. Pese a ser claramente nosotros los victimarios, esta etiqueta y los adjetivos que de ella emergen, nos molestan, dañan parcialmente nuestro orgullo. Bien dentro de la mente humana, parece que nos gusta ser racistas y machistas sin que se nos identifique como racistas y o machistas.
Si bien estos aforismos podrían limitarse a ser eso, expresiones, una forma de argumento en contra de una ideología de la cual se discurre, no obstante, poseen una connotación y un impacto mucho más graves. Pues estos, promovidos por los grandes medios de comunicación, obtienen la fuerza y legitimidad necesaria para justificar crímenes e injusticias, además de invisibilizar a las víctimas. Si suponemos igualdad entre el homicidio perpetrado por un hombre contra un sujeto de su mismo sexo, y el perpetrado por un varón contra una mujer por razón de género, simplemente estamos realizando un análisis poco objetivo, con una visión sesgada sobre el origen y el significado del crimen, que, aunque es el mismo (un homicidio) no surge de la misma especie de odio, ni puede ser prevenido ni penado de igual manera. Así sucede también con las muestras de racismo y clasismo en México. Suelen equipararse las expresiones discriminatorias como “Güero”, ¨Fresa” o ¨Fifí¨ con aquellas como “Prieto” o “Naco”, lo cual es una falta grava. El error recae en la nula comprensión de la transcendencia práctica que encuentran estas expresiones en la vida social del país. En que, si asumimos que poseen la misma resonancia pública, no sólo no estamos afrontando el problema, sino que ni si quiera nos percatamos de él.
Es por ello por lo que resulta necesario erradicar estos aforismos de la conversación común. Y por supuesto no comprenderlos como argumentos válidos para legitimar así otras formas de expresión que inciten al odio como la comedia o los discursos orientados al desprecio de grupos violentados.
Si de verdad existe la intención de los opresores por mejorar las condiciones de vida de los oprimidos, deben comenzar por admitir que son ellos los opresores, que no hay igualdad entre unos y otros, y que sus diferentes actitudes, incluyendo claro, expresiones comunes y mediáticas, sirven sólo para sustentar este sistema de opresión.
Es momento de admitirlo sin máscaras, en México, la mujer es violentada a causa de un sistema de creencias machista que la mayoría de sus ciudadanos continúa perpetuando, y sus condiciones laborales son inmensamente más adversas que para el varón. En México, las personas con tez más oscura poseen una menor calidad de vida que las personas de tez blanca, y sus posibilidades de escapar de la pobreza son mínimas. En México, los medios masivos están dominados por gente de tez blanca, que imponen cíclicamente estándares de belleza y de vida asociados con la cultura europea. Además, las y los indígenas siguen siendo asesinados sistemáticamente (Ayotzinapa, Tlatlaya, San Mateo del Mar.), sin que una gran mayoría social se muestre conmocionada e iracunda por los crímenes.
En suma, si queremos colaborar en las luchas de estos sectores oprimidos, o por lo menos, no estorbar, debemos, en primera instancia, reconocer el grave error que significa repetir estos aforismos. Y en segunda, erradicarlos y conversar sobre estos problemas de manera frontal, asumiendo como una verdad inapelable que el campo de juego es desigual, y que el mismo acto perjudica de maneras muy distintas a los diferentes sectores sociales.
Estoy firmemente convencido de que no hay acto más revolucionario que cuestionar nuestros privilegios. Y eso incluye también, nuestra amplia y a veces malversada libertad de expresión.
Es una petición de principios común el dar por hecho que los mentados aforismos son una herramienta discursiva fabricada y difundida por personas ‘opresoras’. El autor asume, tontamente, que la condición de varón está ligada naturalmente con la de opresor; esto, a todas luces, le facilita prescindir de la dialéctica y caer en el terreno del sermón. Encuentro difícil de conciliar con esa visión dicotómica, digna de una película de marvel, de que el «varón opresor» intente «rebajar las condiciones de vida del victimario, y equiparlas con las del oprimido», cuando la cifra de hombres asesinados en el país supera por 9 a la de mujeres. Los hombres se desbordan con ese enorme privilegio, ¿cierto?
Ya no está bien hallar contradicciones en los discursos dominantes, de acuerdo con el autor, porque hacerlo equivaldría a expresar una patología del ego.
Habría qué recomendarle al autor que se aleje con cautela de los dogmatismos y tome una paleta de colores más interesante que la monocromática para hablar de sociedad, porque, sinceramente, esta letanía ya se repitió hasta el hartazgo, tanto o más que los aforismos que desprecia. Ojo con la originalidad.