Por José Luis Díaz Marcos
No hay absurdo que no haya sido apoyado por algún filósofo.
Cicerón
Onofre Ruiz, agricultor jubilado, sesteaba plácidamente en un banco del parque cuando un repentino traqueteo lo devolvió a la realidad. Aún amodorrado por la neblina del sueño, confirmó la llegada de un diminuto y destartalado camión en cuyas puertas podía apreciarse, mayúsculas con escudo, un excelentísimo membrete:
AYUNTAMIENTO
DE
ABSURDALIA DEL CAMPO
Lejos de la molestia, Onofre agradeció la forzada vela. «Mejor. Así me ahorro tener que buscar una obra con la que distraerme», se dijo.
Estacionado el vehículo, se apearon dos jardineros y empezaron a descargar algunos útiles. Acto seguido, descendieron también un arbolito sobre el césped, en un punto, según parecía, ya convenido.
«Van a trasplantarlo…».
Uno de los hombres cogió una pala y empezó a cavar.
«Maneras tiene. Ganas, pocas. Se ve a la legua».
Minutos después, el renuente zapador dio por concluido el oportuno agujero. El
colega, que había estado fumando apoyado en otra herramienta, tan contemplativo como el propio Onofre, también finiquitó una reciente conversación telefónica.
Intercambiaron unas palabras y el primero, todo ademanes, dio claras muestras de enojo. El segundo, conciliador, intentó apaciguarlo sin demasiado éxito antes de coger su propia pala y empezar a rellenar, sin más, el hueco.
«¡¿Y el árbol?!».
El campesino fue hasta ellos:
–Perdonen… Les he estado observando y me pareció que iban a trasplantarlo –señaló Onofre.
―Y así era― informó el segundo, clavando la pala con evidente fastidio. ―Pero, ¡¿qué ocurre!? Pues que el protocolo de plantación de árboles, título primero, sección cuarta, requiere tres operarios para realizar la tarea. Y el compañero responsable de meter el árbol en el agujero resulta que hoy, precisamente hoy, se ha tomado el día de asuntos propios. ¡Así, sin avisar ni nada!
―Y… Digo yo… ¿No pueden meterlo… ustedes? –avanzó Onofre, tan cauteloso como perplejo.
―¡No, hombre, no!― exclamó el otro, interviniendo. ―No se moleste, caballero, pero cómo se nota que no es usted funcionario. En la Administración Pública todo viene establecido por el procedimiento de turno. Lugar, tiempo y forma: dónde, cuándo y cómo. ¡Sáltate eso y todo se va al garete!
―P… pero su sistema es… es… poco práctico. Y el árbol, con perdón, es una birria: apenas una escoba con cuatro ramas. Cualquiera…
―No insita. Como bien dice el compañero, el procedimiento es el procedimiento y nuestra obligación es acatarlo. El pragmatismo, creo que se dice así, es cosa de los técnicos. Y donde hay técnico, ya se sabe, no manda marinero ni jardinero.
El otro, más distendido, celebró la ocurrencia.
―Y ahora, si nos disculpa…― informó aquel soltando la pala y dirigiéndose al camión.
―¿Se marchan? Un momento, esperen… ¡Señores funcionarios, que se olvidan el árbol y las herramientas!
―No, no se preocupe: no nos olvidamos nada― informaron, ya en el vehículo, a través de la ventanilla. ―Recoger las herramientas es, como plantar el árbol o volverlo a cargar, por el motivo que sea, misión del tercer compañero. Y ya ha visto que…
―…está de asuntos propios –acabó Onofre, patidifuso. ―Y como lo dice el procedimiento…
―¡Sí, señor! Veo que lo ha entendido. Ya volveremos cuando estemos los tres de servicio.
―¡¿Y no les preocupa un posible robo?!
―Pues no, claro que no: para eso está la Policía Local de Absurdalia del Campo y su magnífico procedimiento policial.
«¡Y hablan en serio! ¡Juraría que hablan en serio!».
―¡Pues voy a pedir que cambien todos esos procedimientos! ¡Tenga que seguir el proce… que tenga que…! ―se interrumpió Onofre advirtiendo la paradoja. Se sintió confuso, estafada víctima de un tahúr invisible.
―Está en su perfecto derecho. Pero no creo que sirva de mucho su petición. Al menos, de momento.
―¿Por qué? ¿Acaso el responsable de resolverla también está de asuntos propios?
―No, señor: hoy es su primer día de unas largas y merecidas vacaciones.