Por Gregorio Spam[1]
Para llegar a la Fiscalía de la ciudad de Querétaro se pueden caminar alrededor de 20 minutos algunas cuadras de subida desde la Terminal de camiones o bien tomar un taxi o uber que en menos de cinco minutos te llevará al lugar. Los taxistas recomiendan que uno camine porque les parece un trecho demasiado corto como para cobrar 50 pesos, además sólo los dejan pasar hasta cierto punto del estacionamiento. Esto únicamente puede saberlo alguien como el tío L, un hombre de alrededor de 60 años que ha invertido muchos fines de semana, durante alrededor de 7 años, para viajar desde la Ciudad de México a Querétaro por respuestas sobre su hermano desaparecido.
En nuestro país, se suman hasta este año más de 40 mil desaparecidos, cifra ineludible que nos recuerda que buscar a una persona desaparecida en México se ha vuelto una realidad normalizada, una especie de retorcida práctica que ha tocado, de una u otra forma, a la mayoría de las familias.
Seguir la pista de una persona puede convertirse en un maratón de tiempo completo, una penosa tarea desmoralizante donde, familias enteras, o un solo individuo, no cesan en sus intentos por encontrar a alguien que cruzó una esquina y no volvió a ser visto, como si hubiera sido devorado por un hoyo negro.
En medio de todo el dolor, entorpeciendo los intentos desesperados de las familias para encontrar a los seres queridos, se encuentran los procesos burocráticos de las instancias encargadas de proveer seguridad y justicia. Estos organismos, junto con sus instalaciones, se han transformado en laberintos disfuncionales en donde se archiva (¿se borra?) o se pierde (en la maraña de datos y documentos) la poca información sobre el paradero de las personas ausentes.
Mi familia no ha sido la excepción en padecer esta herencia de violencia y desapariciones que nos han legado las últimas administraciones priístas y panistas. Un amigo cercano, un tío, al que conocí alrededor del 2005, desapareció en Querétaro a mediados del 2012 sin que se supiera más de él.
La última vez que vi a Arturo G fue después de una fiesta, de la que en lugar de regresar a casa de mi madre, mi novia y yo decidimos pedir asilo en casa de su tía, M. Por aquellos días Arturo G estaba de visita, se estaba quedando en el sofá mientras se reponía de una herida en el brazo, producto de una riña en una fiesta. A mí me prepararon un colchón en el suelo de la sala, justo junto a él. Recuerdo que aquel hombre de casi 1.90, de más de cien kilos y unos 40 y tantos años de edad, roncaba como un oso.
Qué se puede decir de Arturo. Era un tipo carismático, que le caía bien a todos. Era un as del yoyo y del trompo a nivel nacional e internacional. Alguna vez me contó que salió en televisión, en el programa de Chabelo y que viajó por todo el país e incluso fuera en giras de exhibición. Es importante mencionar que su fama acabó conforme la era dorada de estos juguetes quedó en el olvido, hacia finales de los 90. Cuando yo lo conocí ya era una celebridad sin fama. Su familia cuenta que cuando tenía dinero no te dejaba pagar por nada.
Además de sus viajes como estrella del trompo y el yoyo, pasó un tiempo importante viviendo en Estados Unidos donde, según me contó, trabajó produciendo piezas de auto; le tocaba manipular un horno que lo dejaba bañado en sudor. Otra vez, me contó de sus peripecias de acróbata con un cartón de cervezas sobre una bici, escapando de la policía estadounidense. Y de un concierto de Metallica al que asistió con un amigo en EU y ambos recibieron de patadas en las espinillas, porque “…los fans de la banda son bien racistas, hijo.” Tuvo dos hijas con dos diferentes esposas. La menor de ellas platicó hace poco en una reunión familiar que recuerda una época en que vivían su mamá, Arturo G y ella en su casa de algún estado del norte. Y que su mamá le pregunta que cómo se acuerda de eso, si en esa época ella era una bebé. La chica ríe al contarnos eso y en sus ojos veo la mirada de su padre.
Cuando lo conocí me pareció un tipo simpático, de perfil italiano, el tío gracioso con el que te daban ganas de salir a echar relajo. Por esos días vi la película El informante (1935), de John Ford y me pareció durante años que Arturo G era el personaje de Gypo, un pícaro irlandés que no podía evitar enredarse en problemas. Arturo G también es así.
También podría decirse que Arturo G es un pícaro mexicano, afecto al peligro, siempre enredándose en situaciones temerarias, el candidato perfecto para que el ex presidente mexicano Felipe Calderón lo señalase como alguien que se lo buscó. Alguien que haiga sido como haiga sido fue su culpa. Que se merecía desaparecer en la guerra contra el narco. “Sólo se mueren los malos, sólo desaparecen los malos, los que andan en cosas malas”, dirían tanto likeadores del Calderón de twitter. El típico daño colateral, el hombre que se encontró con la persona equivocada en el lugar equivocado. Se cierra el caso, no busquemos más. Para qué. Eso le pasó por andarse metiendo en problemas, por tomar alcohol o drogas, por ser afecto a la fiesta. Siempre habrá una razón metafísica para justificar las desapariciones forzadas en este país.
Platicando hace unos días con un taxista de la Habana, Cuba, me decía que para él era inconcebible el hecho de que un ser humano desapareciera de la faz de la tierra, como borrado de la existencia, como en el caso de los 43 o en el tan oscuro de los chicos cineastas de Guadalajara que fueron disueltos en ácido. Me dijo que, en Cuba, incluso un criminal o preso político tiene el derecho de que sus familiares sepan que está en una prisión. Ni siquiera en Cuba la gente desaparece sin más. Ni siquiera en China, según platicaba el artista Ai Weiwei en la inauguración de su muestra estrenada en el MUAC.
Al parecer sólo en México, y en los países en guerra, la gente desaparece sin dejar rastro y luego resulta que las fuerzas de la ley no saben ni dónde dejaron el archivo en el que, según ellos, ya tenían todos los datos.
Su hermano E recuerda que, tras haber pasado por un periodo de fuerte alcoholismo, fue Arturo G quien lo arrastró literalmente de las calles para meterlo a un centro de desintoxicación. Quizá por ese gesto de fraternidad, su hermano E ha sido la persona que desde el 2012, año en que se declaró oficialmente desaparecido a Arturo G, jamás ha dejado de buscarlo.
Arturo G fue declarado desaparecido entre el 2011 y el 2012 en la ciudad de Querétaro, sus hermanos E y M lo han buscado durante 7 años, yendo y viniendo, primero mensualmente y luego anualmente, a la Fiscalía y a la Unidad de Homicidios del estado. Sobre todo su hermano E, quien ha cargado en mayor medida con la estafeta de esta búsqueda.
El pasado jueves, mi novia, a quien llamaré P, y yo acompañamos a E y a la tía M a Querétaro, después de que unos agentes de la PGJ les avisaran que el caso de Arturo G sería reabierto. Al parecer, el nuevo gobierno pretende retomar casos de desaparecidos a los que la administración peñista ya había dado carpetazo.
El problema es que, en México, sin importar el gobierno o la corriente que esté al mando, los métodos siguen siendo los mismos. Esto lo comprobamos después de un viaje de tres horas desde el DF hacia la capital queretana, en un camión Futura sin frenos (de eso nos enteraríamos al bajar).
Llegamos en taxi a la Fiscalía de Querétaro, alrededor de las 11:40, para descubrir que los burócratas del lugar ni siquiera sabían a qué venían E y M. Los tomamos un poco por sorpresa. Un licenciado joven, calvo, barbado, con ligero sobrepeso y con un tatuaje en el brazo, nervioso y despistado, nos dejó 30 minutos en su oficina para perderse buscando un archivo que E acababa de ver meses atrás, durante su última visita. Lo que se tradujo en una perdida total de tiempo. “Siempre que vengo me traen ese archivo, lo miro, les digo que sí. Me dicen que entonces luego me llaman”, le dijo E riendo campechanamente al licenciado.
Según los agentes que llegaron a casa de la tía M para informarle sobre nuevas pistas en el caso de su hermano ya se sabía qué le había pasado a Arturo G. Al estar en la oficina del licenciado, E afirmó que le habían adelantado que a su hermano lo atropellaron, pero el licenciado, transpirando bastante, le dijo que en realidad no estaban seguros. Luego le volvió a pedir disculpas, excusándose con que él acababa de llegar al puesto unos meses atrás. Al final nos remitió a la unidad de homicidios de la Fiscalía de Querétaro, que se encuentra a la vuelta de la plaza de toros, a unos 10 minutos en auto.
Llegamos a la unidad para homicidios poco antes de las 13 horas y, con las indicaciones que nos había dado el licenciado nervioso del tatuaje en el brazo, logramos pasar hasta la sala de espera de una oficina. La pared de esa segunda estancia estaba tapizada por carteles sobre gente desaparecida, cartas en una botella arrojadas al mar de los muros de estas oficinas por las familias que no pierden la esperanza. Mi novia se quedó leyendo toda la información de cada papel, cada foto, cada seña particular, cada teléfono, cada dato. Después de una media hora nos rebotaron hacia otra oficina ubicada dos pisos abajo.
A los quince minutos, un secretario vino por E y la tía M para llevarlos a otra oficina del otro lado del complejo. P y yo nos disponíamos a acompañarlos pero un licenciado nos detuvo: “Sólo familiares directos de la persona, por favor”, dijo. “La persona”, todo el tiempo se referían así a Arturo G, excepto por un joven burócrata que titubeó, para preguntarnos qué éramos de “El des…La persona.”
Los esperamos tanto tiempo en esas sillas, que al final incluso pudimos ver un capítulo de 50 minutos de una serie de Netflix que por casualidad había cargado en mi iPad para la carretera. A dos minutos de terminar el capítulo, la tía M nos escribió por Whatssap para saber dónde estábamos, que ya por fin nos iban a dar noticias.
Al parecer revisarían el archivo de las pruebas de ADN realizadas al cuerpo de Arturo G hace unos años, y las cotejarían con otras pruebas de E, para ver si coincidían. Si llegaban a coincidir, nos mandarían a otras instalaciones, al forense, para que nos entregaran ahí el hipotético cuerpo de Arturo G. Si todo salía bien, nos proveerían del servicio de cremado para al fin, tras siete años de espera, recuperar sus restos. Tener la certeza de que falleció y de que no está secuestrado o perdido.
Si todo salía bien quizás podríamos tener ese mismo día las cenizas de Arturo G y luego tomar un camión de regreso al DF antes de las 10 pm, o en el peor de los casos, buscar un hotel y quedarnos. Aunque la tía M y el tío E tenían la tentación de pasar a saludar a los taqueros de El Paisa, antiguos amigos de su colonia de la infancia que se mudaron a Querétaro hace poco y el lugar que Arturo G visitaba religiosamente cada semana antes de desaparecer.
Después de una buena espera y de observar con desconcierto a unos obesos agentes armados picándose los traseros mutuamente o jugueteando como morros de secundaria entre las escaleras, los burócratas regresaron para informarnos que no encontraban las pruebas de ADN del tío E.
Al parecer, tendrían que hacerle pruebas nuevas en ese momento. Lo que cancelaba toda posibilidad de recuperar el potencial cuerpo de Arturo G en la misma jornada. El tío E, dicharachero y algo enredado, abogado de profesión, reclamó en tono de broma que aquello no podía ser, pues le habían hecho unas pruebas de ADN, primero un año atrás y después algunos meses atrás. Los burócratas de la unidad de homicidios se disculparon, argumentando que ellos habían empezado a trabajar ahí unos pocos meses atrás, que sobre lo que habían hecho sus antecesores sabían poco o nada. Ni hablar, habría que realizar unas pruebas nuevas.
El licenciado se llevó al tío E para las pruebas y para adelantar el llenado de un archivo, que según sólo se podía llenar cuando ya estuvieran las pruebas hechas. Antes de irse olvidó el archivo de Arturo G en la cocineta. La tía M lo tomó, P y yo creímos por instante que quería guardarlo en su bolso y llevárselo ante la ineficacia de los burócratas, pero en vez de eso, corrió detrás del licenciado para dárselo.
Reiniciamos la espera. Nos habíamos quedado sin tema de conversación, yo miraba imágenes de hoyos negros en mi celular. Había visto un documental en Netflix que me había gustado, además el tema se me había pegado desde las imágenes del hoyo negro que la NASA mostró unos meses atrás. Sin saber por qué, me puse a contarles sobre los hoyos negros.
Sobre cómo los predijo Einstein a pesar de estar horrorizado y negarse a creer que el cosmos pudiera funcionar de ese modo. Pero ahí estaban los cálculos y al parecer no mentían. Les hablé de su enorme fuerza, capaz de distorsionar la gravedad, el tiempo y el espacio, el tejido mismo del que está hecho el universo. Sobre el choque de dos hoyos negros masivos, cuyas ondas de gravedad sirvieron para comprobar la existencia de los mismos. Sobre que todo lo que entra en ellos desparece sin más, incluso la luz de las estrellas.
La tía M me escuchó como si al mismo tiempo no estuviera ahí, hasta que el licenciado olvidador de expedientes reapareció para decirnos que aunque ya casi terminaban con las muestras de ADN del tío E, sería mejor si viniera una de las hijas de Arturo G. Un poco fastidiado, le pregunté que cuál era la diferencia entre que fuera el tío E (el hermano) o una de las hijas. “No lo sé bien, misterios de la física. Digo, biología. Pero ya nos hemos dado cuenta que funcionan mejor las muestras de un hijo para identificar al padre”, respondió nervioso.
Luego la tía M y yo preguntamos que entonces para qué le realizaban las pruebas al tío E, si a fin de cuentas las que servían eran las de la hija. El licenciado comenzó a reír, intentó hacer pasar todo por una bagatela que no podíamos entender las personas normales como P, la tía M o yo, y respondió que sí servían, pero que las de las hijas servirían más. Luego se fue. El tío E regresó. Bajo su sudadera llevaba una playera de los Pumas, aunque en realidad le va al América.
Salimos de ahí sin nada, sólo con la promesa de que un supuesto Perito se apuraría a realizar las pruebas, pero que de todos modos no podríamos recuperar el cuerpo de nuestro Polinices mexicano, hasta que viniera una de las hijas. Luego volvió a disculparse, como el otro licenciado de la Fiscalía, argumentando que llevaba poco tiempo en el puesto y que querían retomar de la mejor manera las cosas. Abordamos un taxi y regresamos a la Terminal de Camiones de Querétaro, a pesar de las protestas del tío E, quien quería visitar la taquería del Paisa.
Unas semanas después, cenando en familia con las dos hijas de Arturo G, me enteré de que a pesar de las pruebas del tío E y de la hija mayor, la Fiscalía aún no avanzaba en el proceso. Todo sigue, hasta el día de hoy, 10 de agosto del 2019, exactamente en el mismo punto en que se quedó todo en el 2012. No saben si el presunto cuerpo que tienen en la morgue es en realidad Arturo G, el tío E vio unas fotos de un cadáver en un archivo y dijo que podría ser su hermano, las pruebas de ADN no terminan de realizarse y ninguna de las autoridades de la Fiscalía puede decirnos a ciencia cierta si a aquel mexicano desaparecido lo atropelló un auto, lo mató un infarto fulminante mientras caminaba o se lo tragó un hoyo negro.
[1] GRGRO. (DF, 1985). Escribo a veces, tomo fotos de todo lo que veo. Me gusta retratar gatos y perritos. Desaparezco mucho. No soy famoso.