Té helado con manzana, limonaria y miel inspirado en la novela El amante de Marguerite Durás
“Años después de la guerra, después de matrimonios, hijos, divorcios, libros, llegó a París con su mujer. La llamó por teléfono. Soy yo. Ella lo reconoció de inmediato por la voz. Él dijo: Sólo quería oír tu voz. Ella dijo: Soy yo, hola. Él estaba nervioso, asustado, como antes. Su voz tembló de repente. Y con el temblor, de repente, ella volvió a oír la voz de China. Él sabía que ella había empezado a escribir libros, había oído hablar de ello a través de su madre, a quien había vuelto a encontrar en Saigón. Y de su hermano menor, y había estado de luto por ella. Entonces no supo qué decir. Y entonces se lo dijo. Le dijo que era como antes, que todavía la amaba, que nunca podría dejar de amarla, que la amaría hasta la muerte”.
(Fragmento El amante)
Ella y él. Una niña de 14 arrullada por el desastre que dejó la bancarrota de su madre, una viuda colonial; y un millonario de 26 comprometido en matrimonio por un pacto familiar. En esta historia bañada por las aguas del Mekong ninguno de los dos tiene nombre, solo son: ella y él / la niña y el chino / la pequeña blanca y el hombre de Cholen.
Esa falta de nombres no es negligencia. Él porque resulta ser el deseo insaciable del sufrimiento silencioso hallado por primera vez una tarde de jueves caminando por las calles de Sa Dec. Ella, la del vestido de seda natural, casi trasparente ajustado con un cinturón, la de tacones y sombrero de fieltro palo de rosa. Como esas prendas, nunca algo le perteneció: ni la inocencia, ni el bienestar, ni la determinación, ni las ganas de vivir; el amor, en su caso, es una condena que a muy temprana edad la convirtió en mujer, mitad agua, mitad cenizas.
En El amante de Marguerite Durás, cada palabra es una imagen herida fruto de las más profundas insatisfacciones de la protagonista. Su carácter está tejido por la violencia, la corrupción, la vergüenza, los prejuicios sociales. Pero también por los quiebres familiares. La ausencia del padre, muerto prematuramente, es tal vez lo que motiva las relaciones fraternas impúdicas. El hermano mayor infunde miedo; impotente, ella forjará una relación prohibida con el hermano menor. Luego su sed se volcará hacia el hombre de Cholen con quien experimentará el éxtasis y la pérdida.
Sin embargo, es la madre el objeto de su amor más puro e inalcanzable. La niña grita y llora hasta el desfallecimiento por esa devoción que la madre manifiesta hacia el hijo mayor, de la que este se aprovecha y los deja a ella y a su hermano menor girando entre remolinos de tristeza. También sufre por el infortunio del patrimonio de la madre: la compra de unos arrozales en una zona devastada cada seis meses por el océano Pacífico. Después de los asuntos del amor, ella cuenta sus pesares al hombre de Cholen:
“…Le digo que, en mi infancia, la desdicha de mi madre ha ocupado el lugar del sueño. Que el sueño era mi madre y nunca los árboles de Navidad, siempre únicamente ella…”
Es esa contrariedad del amor materno lo que la lanza a experimentar el deseo sexual por el hombre de Cholen. Ese millonario será su aliento. A través de él, cada tarde, verá el espíritu de Dios aleteando sobre los pliegues de su alma, luego tomará la forma del dolor y de la pérdida. Por eso quizás, en esta historia los sentimientos no están definidos. Las ausencias, como la comida, son constantes porque en ese espacio todo significa eso: dolor y pérdida.
Cuando a los personajes se les ve en la mesa o en un restaurante, muy pocas veces se sabe qué comen. Nunca beben agua ni café. Quizás solo el licor y el cigarrillo de opio tienen lugar en esas opacidades. Sin embargo, la hora de la cena se nos cuenta de manera minuciosa porque la comida, su ausencia mejor, es en sentido figurativo, un estado de ánimo o un deseo profundo de la carne.
“…Nosotros no teníamos hambre, nosotros teníamos un criado y comíamos, a veces, es cierto, porquerías, zancudas, caimanes, pero tales porquerías estaban cocinadas por un criado y servidas por él y a veces incluso no las queríamos, nos permitíamos el lujo de no querer comer.”
En esta escena, en la casa de la locura, la misma materna, la violencia se sirve entre trozos de pescados de río para devorarse con las culpas en segundos. Previamente la escritora nos ha contado de una época placentera. La madre ha lavado la casa con jabón de Marsella. Eso la hace feliz, ríe, canta, todos cantan a su vez. Pero cuando creemos que la vida es fecunda, aparece ese recuerdo en el comedor donde el terror del hermano mayor se contrapone a cualquier lógica de la cotidianidad.
Ella no tiene hambre, tiene miedo, miedo de sí misma, de Dios, de ser descubierta, nos dice la escritora. Por su hermano mayor siente rabia, del odio que este siente por su otro hermano, su niño, como ella le llama. Para ella, su hermano mayor es el horror de la repugnancia. Su deseo es matarlo y verle morir para salvar a su niño, para liberar a su madre de ese mal amor, para llenarse el corazón de amar sin vergüenza, sin ser castigada.
“…Él mira cómo mi hermano menor y yo comemos, y luego deja el tenedor, sólo mira a mi hermano menor. Le mira muy largamente y luego le dice de repente, muy calmadamente, algo terrible. La frase se refiere a la comida. Le dice que debe ir con cuidado, que no debe comer tanto. El hermano menor no contesta. El otro sigue. Le recuerda que los trozos grandes de carne son para él, que no debe olvidarlo. Si no, dice. Pregunto: ¿por qué para ti? Dice: porque es así. Digo: ojalá te mueras. No puedo seguir comiendo…”
Las abstracciones de la comida también representan, de un lado, la ambición de la madre ante las carencias; de otro, la vergüenza de ella ante su familia por esa relación con el hombre de Cholen. En este otro momento de la novela, ella le ha pedido a su amante que lleve a su familia a un restaurante lujoso. Entonces, tampoco se sabe qué comen, quizás comida muy sofisticada acompañada de un Martel Perrier.
Los hermanos devoran en silencio cada plato. El amante trata de hacer la conversación, cuenta sobre su vida parisina. La escena es humillante hasta lo escabroso. Los hermanos no miran al amante, ni siquiera le dirigen la palabra. El menor por miedo al mayor. Este, porque sabe de sobra que esa relación entre su hermana y su amante es prohibida, no solo por la diferencia de edad sino por el contraste social, un chino millonario con una blanca colonial, una vergüenza que pesa como el hierro.
Sabe que el secreto de su hermana significa dinero o la cárcel, él prefiere lo primero, pero antes exigirá a la madre que le pegue hasta la humillación. A la madre también la horroriza esa relación, sin embargo, cuando observa al chino pagar lo exorbitante de la cuenta su risa nerviosa delata su complacencia. Piensa que ese hombre bien podría aliviar sus premuras económicas. La niña pasa a ser entonces una transacción que debe ser cuidada. Ella, por pavor tampoco le hablará a su amante, solo, excepto, para decirle que sus hermanos quieren ir a bailar y a beber.
Esas veladas transcurren todas del mismo modo. Mis hermanos devoran y nunca le dirigen la palabra. Tampoco le miran. No pueden mirarle… Durante esas comidas sólo habla mi madre, habla muy poco, sobre todo al principio, pronuncia alguna frase sobre el plato que sirven, sobre su exorbitante precio, y después se calla… Paga. Cuenta – el dinero. Lo deposita en el platillo. Todo el mundo mira. La primera vez, lo recuerdo, alinea setenta y siete piastras. Mi madre está al borde de un ataque de risa nerviosa.
Una tarde la niña abordará el barco; suyo será el dolor de la pérdida: el duelo y la separación. El amor es turbulento. Va y viene. Fluye como el agua. Su travesía por la inmensidad del Mekong no es más que su propia liberación. Atrás queda la niña, la pequeña blanca, la de ropas usadas. En adelante, la adulta quien escribirá libros.
Marguerite Durás, la escritora, guionista, directora de cine, la amante del chino es también amante de la cocina, su otra orilla desconocida:
“Siempre se dice que si no hay sal, no hay nada. En mí, esto alcanza proporciones extremas. Si no hay limón, no hay nada. Si no hay té, si no hay Earl Grey, no hay nada. En última instancia podría faltar pan, pero si no hay manzanas, entonces sí que no hay nada de nada…”
Ingredientes (para dos vasos):
½ litro de agua filtrada
3 bolsitas de té verde
1 manzana roja en rodajas (dos para decorar)
Un manojo de limonaria (dos tallos para decorar)
Miel u otro endulzante al gusto
Preparación:
Picar en rodajas la manzana
Ponerla al fondo de un recipiente
Disponer los tallos de limonaria, las bolsitas de té
Agregar el agua
Dejar reposar en nevera por 12 horas
Endulzar al gusto
Colar
Servir con hielo
Decorar con una rodaja de manzana y un tallo de limonaria